segunda-feira, novembro 01, 2004

Glosando a Félix Lamas: el Estado - 1

Cuando JSarto me invitó a ser colaborador de su blog, lo hizo encomendándome encarecidamente que trajera a A Casa de Sarto principalmente aquellos autores hispánicos que hubieran descollado en la aplicación de los principios católicos a la política. Creo no haber cumplido debidamente en estos últimos meses, donde apenas las menciones a Don Rafael Gambra y a Don Juan Vázquez de Mella han ocupado algún espacio (aparte de las del Padre Leonardo Castellani, que se ha convertido a Dios gracias en un icono de este modesto blog).
Dado que ha habido más de un comentario donde la distinción entre estado, nación y Patria no está suficientemente matizada, quiero traer al profesor argentino Félix Lamas, discípulo del insigne católico y carlista Elías de Tejada. Para ello utilizaré un artículo publicado en la extraordinaria y recomendable revista Moenia (IX, 1982). La cursiva son mis glosas.


El Estado

La polis existe para la práctica de las buenas acciones y no en razón de la mera vida social.
Aristóteles, Política, III, 1281a

“La polis es una comunidad de familias y municipios para una vida perfecta y autárquica, es decir, en nuestro concepto, para una vida bella y feliz” (Aristóteles, Política, III, 1280b-1281a). Esta definición está formulada desde la perspectiva del fin natural del hombre, de ahí su valor universal, que excede los límites temporales de la polis griega y que se extiende a toda la comunidad política (civitas, república, imperio, reino, Estado), cualquiera sea su denominación, característica histórica o dimensión, que realice la “autarquía” humano-social, con las modalidades, posibilidades y limitaciones propias de cada época o cultura".

Mientras que los positivistas, como Kelsen, hacen una cierta identificación entre Estado y Nación (a la que definen como unidad de jurisdicción e unidad de impugnación), la definición de polis en términos aristotélicos se identifica con la de civitas en Cicerón y Santo Tomás, y con la de Estado en los autores de la Escuela de Salamanca de derecho de gentes (los Padres Melchor Cano, Vitoria, Suárez, Cayetano, etc.), y está tomada desde el punto de vista de la causa final.

“El Estado, pues, no se define por su extensión social, sino por la intensidad de realización del bien humano. De tal manera, más allá de las diferencias que surgen de sus realizaciones concretas, la polis o el Estado tiene ciertos rasgos esenciales inalterables. Dicha inmutabilidad esencial procede de la naturaleza específica del hombre de la que deriva como una propiedad. Por esta razón y en ese sentido, el Estado y la vida política en general, son naturales; y la estructura de ambos, que incluye una constitutiva relación con el valor y con la norma, no depende enteramente, sino sólo en sus aspectos más secundarios, del arbitrio e inventiva humanos. Y aun en este caso, no del puro arbitrio sino de la libertad prudencial, alimentada y vivificada en su contenido por la sabiduría acerca de las cosas políticas y por la tradición.”

El hombre es un “animal social”, según la sabia definición aristotélica. La proyección natural de la sociabilidad humana es la política, es decir, la organización de la vida social y del bien común. El estado es una sociedad perfecta en el sentido tomista, o sea, una sociedad que es capaz de cumplir todas las funciones que tiene en sí misma y por sí misma. Es decir, el estado es una institución perenne, necesaria en cuanto natural y orientada al fin del hombre. El fin del estado, en cuanto distinto del fin del hombre individual, es el bien común, o por decirlo con Aristóteles, la “vida bella y feliz” de sus ciudadanos. Aquí cabe preguntarse por qué no se dice simplemente “feliz”, esto ha de entenderse en el contexto de la ética aristotélica y más todavía dentro de la antropología y psicología tomistas: la aspiración última del hombre es a la felicidad suma. Nacemos con una sed de infinito frente a la que los modernos sucedáneos, como la sexualidad freudiana, es un chiste barato. Aquí está el quicio entre el fin último de la política y la moralidad y la ética que ésta debe exigir. De lo que se trata es de la grandeza de la Patria y del estado -en cuanto marco y medida de la perfección posible al hombre individual- que son ampliadas por la belleza de los actos heroicos y nobles. La nobleza y el heroísmo pueden no ser necesarias para la felicidad alcanzable en este mundo, pero ciertamente son virtudes hermosas que engrandecen lo que Lamas llama “el horizonte perfectivo” del hombre individual, que está contenido en los límites de la Patria y en el fin del estado.

“La índole comunitaria del Estado, reconocida en forma unánime por la tradición occidental, impide que se lo pueda confundir con una mera estructura de poder o con lo que, contemporáneamente, suele llamarse “aparato estatal”. Por el contrario, el Estado es un cierto todo social, y la autoridad estatal y su organización una parte de su constitutivo formal. Se debe a algunas corrientes del pensamiento francés, recogidas luego por el liberalismo, la idea según la cual el Estado se confunde con el poder.”

Pongamos por ejemplo a Francia, pues los franceses llevan padeciendo la herejía galicanista desde finales del siglo XII. En el momento en que la cosmovisión católica no tuvo la presencia necesaria ese galicanismo se amplificó y cristalizó en la monarquía absoluta de Luis XIV. Bien es cierto que anteriormente Richelieu, auténtico canalla y codificador del Renacimiento, ya había hecho un gran ensayo general de confusión del Estado con el poder. Y bien es cierto, también, que antes lo había logrado a la perfección el infausto anticatólico Oliver Cronwell, en cuya Guerra Civil inglesa están prefiguradas todas las revoluciones, como acostumbraba a insistir Eric Voegelin. Más aún, es necesario que ese estado moderno tenga características poco menos que divinas, para lo que es imprescindible que otro francés, Descartes, destroce la filosofía y un asno como Kant de forma filosófica al estado prusiano. De Kant a Hegel, de Hegel a Feuerbach (los comunistas) y a Nietzsche (los nihilistas, nazis o no) hay poca distancia. La piedra angular de este desaguisado sigue siendo el disparatado “L’Etat c’est moi”. El problema es que la errónea identificación de Estado y poder creó un conflicto autodestructivo con el pueblo, que en su desarrollo posterior devino en las teorías liberales del “estado árbitro” y necedades análogas, que Lamas continúa en el párrafo siguiente. De hecho el rechazo, cuando no la abierta eliminación, del estado preconizado por los liberales y anarquistas es tan pernicioso como la identificación pura y dura del Estado con el poder. (continua)
Rafael Castela Santos

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