“A la luz de lo que llevamos dicho, son claras las diferencias que separan el concepto de nación del de patria. En contraste con el matiz biológico del primero, el segundo alude a una cierta extensión o proyección de la idea de paternidad, más allá de los límites de lo doméstico. Paternidad entendida no tanto, ni principalmente, en sentido natural o biológico, sino ético, social o religioso; como continuidad moral de una estirpe, de un patrimonio y de un culto, arraigada en una tierra a la que se hace participar del carácter casi sagrado de la vida humana así entendido. El naturalismo étnico que implica la nación, en cambio, no necesariamente connota esta relación con la tierra; una nación puede transmigrar, la patria no. La patria engloba a la nación y la trasciende espiritualmente, y por eso ella es, y no la nación, juntamente con los padres, objeto de la Pietas, virtud que guarda una cierta semejanza con la virtud de religión, en cuanto la patria, los padres ‑y, sobreeminentemente Dios‑ son principios de nuestra existencia. Por eso hemos dicho: ‘La patria es pueblo, tierra e historia vivificados por una tradición que les confiere sentido espiritual’.”
Por seguir con el ejemplo de los franceses, yo no sé si existe una nación francesa en el sentido filosófico. Si la hay, estoy convencido de que nada tiene en común con los francos de antaño. Estos franceses modernos, como diría Burke, hicieron el camino inverso y ‘se han vuelto salvajes a fuerza de sutileza’. Lo que definitivamente existe es el pueblo de Francia, la patria de los franceses y el Estado francés. Cuando comento acerca del Estado francés no lo hago exclusivamente en su versión moderna sino de un modo extensivo a su constitución real, es decir a sus leyes, hábitos cousuetudinarios, e historia política. El pueblo francés fue durante buena parte de su historia un pueblo dividido, donde los buenos católicos llevaron casi siempre la peor parte. Si admitimos ex hypothesis que la fundación de Francia coincide con la conversión de Clovis (hipótesis contestada entre otros por Alexis de Tocqueville), entonces la patria católica ha sido vejada y prostituida de un modo feroz por sus propios hijos. Joseph de Maistre dice sin tapujos que la revolución fue el castigo merecido (y no la causa) de precisamente ese abandono de la obligación fundacional. Jean Dumont dice algo similar.
“Es evidente, asimismo, que la nación no es el Estado, sino un constitutivo material de éste, en tanto es una formalidad bajo la cual puede ser considerado el núcleo de su causa material propia y adecuada: el pueblo. Ni siquiera se identifica extensivamente con éste último de una manera universal y necesaria. Por el contrario, varias ‘naciones’ pueden ser parte del pueblo de un Estado, como ocurre en el caso de España, o bien, varios Estados pueden estar constituidos por parte de una misma nación (v.gr. la nación alemana está distribuida entre Alemania, Austria, Suiza, etc.). El llamado ‘principio de las nacionalidades’ que puede formularse así: ‘a cada nación un Estado’, como pretendido principio de organización internacional o de Derecho político es falso y de hecho fue ‘un factor revolucionario, que modificó profundamente el mapa de Europa en los siglos XIX y XX’. Imperios añosos y prósperos, como el Austrohúngaro, Estados con una legitimidad histórica irreprochable, como los Pontificios, fueron arrasados y la consecuencia fue la inestabilidad europea que dio lugar a la II guerra mundial, a la guerra fría, y (...) a la bipolaridad político mundial ruso‑norteamericana. No se niega que en determinadas circunstancias concretas la unidad e identidad nacional del pueblo de un estado constituya un factor benéfico y deseable. Lo que se objeta es el valor universal y abstracto, y sobre todo su carácter de principio supremo. (...) Entre los países hispánicos, las fronteras nacionales son difusas, aunque sus fronteras políticas sean más o menos precisas.”
Sigamos con el ejemplo de Francia. Los alsacianos son incuestionablemente parte del pueblo francés, y Alsacia y Lorena son, al menos ahora, parte del Estado francés. Estrictamente hablando, sin embargo, son parte de la nación germánica desde este punto de vista clásico o tradicional).
“El concepto de nación tiene un contenido valioso, en tanto ordenado al bien común del Estado, principio supremo del orden político; el bien común que, a su vez, encuentra concreción y eficacia en la realidad de la patria. Es posible, además, elevarse e ir más allá de los contenidos biológicos y vitalistas que están connotados en la significación originaria del término ‘nación’, reconociendo la trascendencia ‑ y no ya la mera ‘emergencia’ (idea esta última evolucionista) ‑ del espíritu, y el carácter constituyente de la tradición respecto a la existencia de un tal pueblo, una tal patria y un tal Estado. Sin embargo, tales connotaciones biológicas y vitalistas, no sólo no pueden ser obviadas sino que forzosamente conforman el matiz significativo que permite diferenciar el concepto de nación del de patria, pueblo y Estado, ya que están en la base de la metáfora naturalista u organicista que le da sentido.”
“Por esa razón, y sin desmedro del valor real que indica, de la fuerza emotiva que connota y de su virtualidad como fin convocante, la idea de nación no puede ser legítimamente erigida como centro o eje conceptual de una concepción política, aunque tampoco pueda prescindirse de ella. Por el contrario, y conviene repetirlo, el bien común y la patria son el objeto del deber temporal más alto e incondicional del hombre en este mundo. La nación, como proyecto vital de un pueblo y de un Estado, resulta de la convivencia dentro de sus fronteras , bajo sus leyes y de acuerdo a su tradición, en la cual convivencia han de integrarse y enriquecerse recíprocamente las diferencias étnicas.”
La piedad para con la Patria, y su equivalente superior en la vida de la gracia, el don de Piedad, son el eje de la actividad política verdadera y la aspiración de su perfección. Toda la tradición de occidente desde Platón y Aristóteles, pasando Virgilio y Cicerón y los santos padres hasta llegar a Santo Tomás, a Billot y a Castellani o Chesterton, hace de la piedad la piedra fundamental del edificio de la doctrina política y el corazón del verdadero patriotismo. Lo más obviamente importante es que la virtud de Piedad es consistente y conducente a la de Imperio. Y ahora me entran unas ganas enormes de hablar de los Imperios portugués y español, pero me tengo que refrenar para aburrir a los pocos pero asiduos lectores. Ya habrá ocasión. Vale por hoy.
Por seguir con el ejemplo de los franceses, yo no sé si existe una nación francesa en el sentido filosófico. Si la hay, estoy convencido de que nada tiene en común con los francos de antaño. Estos franceses modernos, como diría Burke, hicieron el camino inverso y ‘se han vuelto salvajes a fuerza de sutileza’. Lo que definitivamente existe es el pueblo de Francia, la patria de los franceses y el Estado francés. Cuando comento acerca del Estado francés no lo hago exclusivamente en su versión moderna sino de un modo extensivo a su constitución real, es decir a sus leyes, hábitos cousuetudinarios, e historia política. El pueblo francés fue durante buena parte de su historia un pueblo dividido, donde los buenos católicos llevaron casi siempre la peor parte. Si admitimos ex hypothesis que la fundación de Francia coincide con la conversión de Clovis (hipótesis contestada entre otros por Alexis de Tocqueville), entonces la patria católica ha sido vejada y prostituida de un modo feroz por sus propios hijos. Joseph de Maistre dice sin tapujos que la revolución fue el castigo merecido (y no la causa) de precisamente ese abandono de la obligación fundacional. Jean Dumont dice algo similar.
“Es evidente, asimismo, que la nación no es el Estado, sino un constitutivo material de éste, en tanto es una formalidad bajo la cual puede ser considerado el núcleo de su causa material propia y adecuada: el pueblo. Ni siquiera se identifica extensivamente con éste último de una manera universal y necesaria. Por el contrario, varias ‘naciones’ pueden ser parte del pueblo de un Estado, como ocurre en el caso de España, o bien, varios Estados pueden estar constituidos por parte de una misma nación (v.gr. la nación alemana está distribuida entre Alemania, Austria, Suiza, etc.). El llamado ‘principio de las nacionalidades’ que puede formularse así: ‘a cada nación un Estado’, como pretendido principio de organización internacional o de Derecho político es falso y de hecho fue ‘un factor revolucionario, que modificó profundamente el mapa de Europa en los siglos XIX y XX’. Imperios añosos y prósperos, como el Austrohúngaro, Estados con una legitimidad histórica irreprochable, como los Pontificios, fueron arrasados y la consecuencia fue la inestabilidad europea que dio lugar a la II guerra mundial, a la guerra fría, y (...) a la bipolaridad político mundial ruso‑norteamericana. No se niega que en determinadas circunstancias concretas la unidad e identidad nacional del pueblo de un estado constituya un factor benéfico y deseable. Lo que se objeta es el valor universal y abstracto, y sobre todo su carácter de principio supremo. (...) Entre los países hispánicos, las fronteras nacionales son difusas, aunque sus fronteras políticas sean más o menos precisas.”
Sigamos con el ejemplo de Francia. Los alsacianos son incuestionablemente parte del pueblo francés, y Alsacia y Lorena son, al menos ahora, parte del Estado francés. Estrictamente hablando, sin embargo, son parte de la nación germánica desde este punto de vista clásico o tradicional).
“El concepto de nación tiene un contenido valioso, en tanto ordenado al bien común del Estado, principio supremo del orden político; el bien común que, a su vez, encuentra concreción y eficacia en la realidad de la patria. Es posible, además, elevarse e ir más allá de los contenidos biológicos y vitalistas que están connotados en la significación originaria del término ‘nación’, reconociendo la trascendencia ‑ y no ya la mera ‘emergencia’ (idea esta última evolucionista) ‑ del espíritu, y el carácter constituyente de la tradición respecto a la existencia de un tal pueblo, una tal patria y un tal Estado. Sin embargo, tales connotaciones biológicas y vitalistas, no sólo no pueden ser obviadas sino que forzosamente conforman el matiz significativo que permite diferenciar el concepto de nación del de patria, pueblo y Estado, ya que están en la base de la metáfora naturalista u organicista que le da sentido.”
“Por esa razón, y sin desmedro del valor real que indica, de la fuerza emotiva que connota y de su virtualidad como fin convocante, la idea de nación no puede ser legítimamente erigida como centro o eje conceptual de una concepción política, aunque tampoco pueda prescindirse de ella. Por el contrario, y conviene repetirlo, el bien común y la patria son el objeto del deber temporal más alto e incondicional del hombre en este mundo. La nación, como proyecto vital de un pueblo y de un Estado, resulta de la convivencia dentro de sus fronteras , bajo sus leyes y de acuerdo a su tradición, en la cual convivencia han de integrarse y enriquecerse recíprocamente las diferencias étnicas.”
La piedad para con la Patria, y su equivalente superior en la vida de la gracia, el don de Piedad, son el eje de la actividad política verdadera y la aspiración de su perfección. Toda la tradición de occidente desde Platón y Aristóteles, pasando Virgilio y Cicerón y los santos padres hasta llegar a Santo Tomás, a Billot y a Castellani o Chesterton, hace de la piedad la piedra fundamental del edificio de la doctrina política y el corazón del verdadero patriotismo. Lo más obviamente importante es que la virtud de Piedad es consistente y conducente a la de Imperio. Y ahora me entran unas ganas enormes de hablar de los Imperios portugués y español, pero me tengo que refrenar para aburrir a los pocos pero asiduos lectores. Ya habrá ocasión. Vale por hoy.
Rafael Castela Santos
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