Prevengo a nuestros dos, o quizás tres, lectores (incluyendo a JSarto y a mí mismo en ese nutrido grupo) que el post que viene a continuación es largo: 4800 palabras.
Sebastián Randle es el autor de la
biografía sobre el Padre Leonardo Castellani o del libro
La Gran Conversación, donde Castellani tertulia con el Cardenal Newman. En el internet, y gracias a los buenos oficios de nuestros hermanos en la Fe de
Stat Veritas, particularmente del buenazo de Don Mariano, se puede leer la
conferencia de Sebastián Randle sobre los dones proféticos del Padre Castellani o
escuchar al Padre de viva voz o incluso leer algo en inglés sobre él.
Don Sebastián Randle es hijo de Don Patricio Randle, del “viejo Randle”, como le dicen por aquellos pagos, que fuera profesor de Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, y cuya obra ensayística es en extremo interesante. A botepronto recomendaría su libro contra el cientifismo (como algo opuesto a lo científico) y su librito “La guerra inconclusa del Atlántico Sur”.
Pues Sebas Randle nos obsequia en primicia para A Casa de Sarto con un texto suyo de corte escolástico-tomista acabado, sagaz y penetrante sobre si un culto indecoroso (como sería –y esta apostilla es mía- el del Novus Ordo, por ejemplo), puede agradar a Dios. Más que glosar yo este fenomenal trabajito de Sebastián Randle es mejor sumergirse en él. Apreciará uno su fineza, por ejemplo, al abordar la ekumene (que no ecumenismo) imposible con anglocatólicos y ortodoxos por mor del espíritu bajoprotestantista que parece inspira a la liturgia post-Vaticano II.
Sin más, pero sin dejar de rogar a
Stat Veritas que incluyan este trabajo en su página, les dejo con Sebastián Randle. De la mano de él A Casa de Sarto hoy está honda, profunda y firmemente anclada en los presupuestos teológicos y metafísicos con los que tanto se identifica esta casa.
(RCS)
De si un culto indecoroso puede agradar a Dios.
Dificultades: Parece que un culto externamente indecoroso puede agradar a Dios.
1.- Que el Apóstol Pablo (Hebreos I:2) ha dicho que la novedad del culto cristiano está en su fundamento que es el sacrificio perfecto y definitivo de Cristo, Hijo de Dios. De tal manera que en la presente dispensación todo culto verdadero fluye del costado del cuerpo de Cristo quién en su pasión y muerte “se ofreció una sola vez” (Hebreos, IX:8) entregándose “por nosotros como oblación y víctima a Dios” (Efesios V:2), razón por la cual todo culto agradable a Dios no será sino mística reproducción de aquel sacrificio arquetípico. Ahora bien, en aquella oportunidad en su manifestación exterior aquel sumo sacrificio resultó indecoroso en varios registros según aquello del Deuteronomio (XXI:23) “Maldito es de Dios el que es colgado de un madero”: así, la víctima compareció desfigurada, como anticipó el Profeta puesto que no tenía “ni apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto que nos agrade” (Is. LIII:2). En efecto, la víctima apareció como “el desecho de los hombres [...] como alguien de quien uno aparta su rostro, le deshonramos y le desestimamos” (Is. LIII:3). Y Cristo sacerdote antes de morir sacrificado en la Cruz rezó con las palabras del salmista diciendo que era “gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe” (Ps. XXII:7). Por lo demás, a excepción de unos pocos¾¾y de modo singular su Santísima Madre¾¾la conducta de quienes asistieron a este sacrificio fue del todo indecorosa, meneando la cabeza, blasfemando, escarneciendo e injuriándolo (Mc. XV:29-31). En efecto los allí presentes lo desnudaron, insultaron, se burlaban de El (Mt. XXVII:35, 39, 41) y en general lo zahirieron de todas las maneras posibles (Lc. XXIII:35), tal como lo había profetizado el Salmista (Ps. XXII:8). O bien, como lo expresa el Aquinate (S. Th. III, q. XLVI, a. 5), “Cristo sufrió en sus amigos que le abandonaban; en su reputación, por las blasfemias proferidas contra El; en su honra y gloria, por las burlas y afrentas que se le causaron; en sus cosas, porque hasta fue despojado de sus vestidos; en su alma, por la tristeza, tedio y temor; y en su cuerpo, por las heridas y azotes”. Y sin embargo este sacrificio resultó eminentemente agradable a Dios y si algún culto le agrada es por razón de la pasión y muerte de su Hijo. Luego, si todo culto externamente verdadero procede de éste, se sigue que un culto indecoroso puede agradarle.
2.- Que el Apóstol (Hebreos X:10) ha dicho que “hemos sido santificados de una vez y para siempre por la oblación del cuerpo de Jesucristo” y por consiguiente, en la presente dispensación el decoro exterior en el culto resulta irrelevante con tal de llegarnos, como pide San Pablo en la misma carta (X:22) a la “común reunión” con “corazón sincero, en plenitud de fe, limpiados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura”. Reunidas estas condiciones en quienes le rinden culto -aunque la liturgia incluya rúbricas y rituales que a algunos pueden parecer indecorosos- agrada a Dios.
3.- Dice el Doctor Común (S. Th. II-II, q. 93, a. 1) “incurre en vicio de falsedad la persona que ofrece a Dios en nombre de la Iglesia un culto contrario a los ritos establecidos por ella en virtud de su autoridad divina, y practicados como ella acostumbra”. Pero hay quienes han objetado como indecorosas ciertas prácticas introducidas por la Santa Iglesia y que se han hecho costumbre tales como celebrar de cara al pueblo reemplazando el altar sacrificial por una mesa que evoca una cena, autorizando la comunión de pie, abolición de la mantilla en las mujeres quienes gozan ahora de permisión para servir en el altar, se abolió la costumbre de comulgar de rodillas y se permite la comunión en la mano, además de haberse introducido el uso de instrumentos musicales profanos tales como la guitarra y cánticos con letras que conspiran contra el decoro propio de lo sacro o, simplemente, contra el decoro. Tales innovaciones, y experimentos de diversa laya y reformas litúrgicas varias fueron introducidas o permitidas por la Iglesia. Toda vez que todo eso se ha hecho con una autoridad que procede de Dios, aún cuando se considere que tales reformas conspiran contra el decoro propio de lo sacro, no puede decirse que desagrada a Dios.
4.- Que cabe recordar aquello de “Ecclesia semper reformanda”. Así, las rúbricas y ceremonias litúrgicas han variado a los largo de los siglos, celebrándose diferentes ritos en distintos lugares con lo que resulta sumamente difícil determinar cuáles de esos accidentes externos del culto son decorosos y cuáles no. Es por esto que resultaría presuntuoso realizar un juicio definitivo sobre la cuestión debiendo el cristiano presumir que los ritos establecidos por la Iglesia y celebrados tal como está indicado agradan a Dios, más allá de las preferencias e inclinaciones estéticas de cada cual.
5.- En su oración sacerdotal (Juan XVII:21-23) Cristo rogó al padre por la unidad de sus discípulos. Con el fin de favorecer tal unidad la Iglesia resolvió derogar antiguas costumbres -como el uso del latín, el altar, las imágenes de la Santísima Virgen, los velos cuaresmales, etc.- lo que permitiría un mayor acercamiento de los hermanos separados. De tal modo que si en el culto se introdujeron nuevas prácticas que a algunos les parecen indecorosas, deben recordar que el fin con el que se llevaron a cabo tales reformas era el de propiciar la unidad de los cristianos, lo que agradaría más a Dios que la conservación de una liturgia que obstaculizaría tan santo propósito.
Sed contra: Que Santo Tomás (Contra Gentes, III, Cap CXIX) recuerda que “Dios proveyó al hombre de manera que también en las cosas sensibles se le hiciese recordación de Dios [...] para excitarse a las cosas divinas, como son las postraciones, genuflexiones, clamores vocales y cantos [...] para que mediante estas obras sensibles nuestra intención se diriga a Dios y se encienda en afecto [...] para a su modo darle reverencia [...] rindiéndole el honor de la piedad”, con lo que se cumple el “deseo” del Padre, que es el de tener adoradores en espíritu y en verdad (Juan, IV:23). Ahora bien, si las manifestaciones externas de un culto distrayesen a los fieles impidiéndoles dirigirse a Dios, encenderse en afecto, tributándole reverencia con verdadera piedad, sería por fuerza un culto indecoroso y en esa medida, no puede agradarle a Dios.
Respuesta: Que, como lo señalara el venerable Cardenal Newman (Parochial & Plain Sermons, VIII, Sermón 1, Reverence in Worship) “en general, la reverencia por las cosas sagradas ha sido nota distintiva de los cristianos practicantes, mientras que la falta de reverencia ha sido, en general, nota de los cristianos no-practicantes” llegando a preguntarse el Cardenal en el mismo lugar “¿cómo puede nadie ni por un instante imaginar que tiene fe en Dios y sin embargo permitirse ser irreverente hacia El?” para recordar luego que “incluso en la religiones paganas siempre se consideró a la fe y la reverencia como idénticas”. Pero el mismo Cardenal también advirtió que quienes apostatan de la Iglesia de Cristo “han caído en errores peores que los paganos. Constituyen la excepción ante la voz concordante del mundo entero en todo tiempo y lugar; rompen con el sufragio unánime de la humanidad al creer, por lo menos con su conducta, que el temor reverencial de Dios (awe) no constituye el primero de los deberes religiosos [...] En efecto, algunos consideran al temor reverencial como si fuera una superstición y a la reverencia como una esclavitud. Se han acostumbrado a comportarse con familiaridad y entera libertad respecto de las cosas sagradas, como si dijéramos, por principio”.
Mas conviene advertir con otro Cardenal (Bona, De divina psalmodia, cap. 19, II, 1), que “aunque en efecto las ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo son actos externos de religión que, como signos estimulan el alma a la veneración de las cosas sagradas, elevan la mente a la realidades sobrenaturales, nutren la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción, instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos”. Y como recomienda el Catecismo Romano en su explicación de la primera petición de la Oración Dominical (Cuarta Parte, Cap. I, 4), al pedir que el nombre de Dios sea santificado se indica que los hombres deben “honrarlo y exaltarlo con alabanzas y plegarias a imitación de la gloria que recibe de los santos en el cielo; que el honor y culto de Dios debe estar constantemente en los labios, en la mente y en el corazón de todos los hombres, traduciéndose en respetuosa veneración y en expresiones de alabanza al Dios sublime, santo y glorioso”.
Pues bien, como recuerda San Agustín (De Civ. Dei, X) “el sacrificio visible que exteriormente se le ofrece a Dios es el signo invisible del sacrificio con el que uno se ofrece a sí mismo y sus cosas en obsequio a Dios”. Dicho esto, conviene que la distancia entre el signo y lo significado no sea tanta que el signo desmienta lo que se quiere significar. Pues, como señala el Aquinate (S. Th. II-II, q. 93, a. 1) “mentir es mostrar exteriormente con signos lo contrario de la verdad. Y así como una cosa puede manifestarse con palabras, del mismo modo puede expresarse con hechos [...] y si con tal culto exterior se expresa algo falso, en este caso el culto será pernicioso”, como cuando se practica un culto que tiende a crear la impresión de que sólo importa la humanidad de Cristo, y ésta entendida como un hombre desprovisto de inteligencia, carente de virilidad, sentimental y muy poco parecido al retrato que de El no suministran los Evangelios. Que es lo que Boulgakoff dio en llamar la herejía del “jesusismo”.
Es para evitar cosas como éstas que el Apóstol (I Cor. XIV:40) pidió que “en todas las iglesias de los santos [...] se haga todo con decoro y orden”, y es la razón por la que Teresa de Jesús (Vida, XIII, 16) suplicaba que “de devociones a bobas nos libre Dios”. Por lo mismo San Pedro (I Pedro, IV:1) nos recomienda ser “prudentes y sobrios” para poder dedicarnos a la oración. Todas estas recomendaciones (y muchas más) están dirigidas a asegurar un “culto racional” (Rom. XII:1) externamente decoroso para la edificación de los fieles y mayor gloria de Dios.
Mas puede preguntarse alguno en qué consiste el decoro en la acción litúrgica, cosa que resulta fácil de entender si se tiene en cuenta que los rituales son expresión de la fe verdadera (a punto tal que muchas veces se recurre a los ritos como fuente teológica para responder a cuestiones controvertidas) y que, “por su estrecha relación con los dogmas [...] debe conformarse a los dictámenes de la fe católica proclamados por la autoridad del Magisterio supremo” (Mediator Dei, nº29) y que, por tanto, resulta indecorosa toda acción litúrgica que falsifique, desmienta, empalidezca o rebaje las verdades de la fe católica.
Por otra parte conviene recordar que, siguiendo una tradición multisecular un Papa en ejercicio de la plenitud del Magisterio (Pío XII, en la encíclica Mediator Dei, 1947) habiendo manifestado que “son de alabar los que se afanan por que la Liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada en la cual tomen realmente parte todos los presentes” y reconociendo que “esto puede hacerse de muchas maneras” (nº 66), advirtió gravemente que, por el contrario, sería verdadera desgracia para la Iglesia, que, 1) se desconociera que el Sumo Pontífice es el único con derecho a reconocer y establecer todo lo referente a modificaciones del culto (nº 38 y 44); 2) A la vez, este Papa, invocando su título de sucesor de Pedro (nº 44), reprobó “severamente” a quienes introducen nuevas costumbres litúrgicas y advirtió de los peligros que entraña recurrir al uso de lenguas vernáculas en la celebración del Sacrificio Eucarístico, trasladar fiestas “fijadas ya por estimables razones”, o excluir algunos textos de la Escritura de las oraciones públicas por considerarlas “poco apropiadas y oportunas para nuestros días” (nº 39); 3) También el mismo Papa reprueba a quienes “creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad” (nº 53); 5) Con igual autoridad, este Papa deplora el parecer de quienes pretenden negar el carácter sacrificial de la Misa, advirtiendo expresamente que “de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar” (nº 60) y lamenta el parecer de quienes “afirman capciosamente que aquí no se trata sólo de un Sacrificio, sino del Sacrificio y del convite de la comunidad fraterna” (nº 71); extendiéndose también en análogas advertencias, 6) en torno a la música sagrada (nº 113) que no deben tener “sabor profano” (nº 115), instando además a que, 7) se vele en todo tiempo por el decoro, la piedad y la modestia cristiana (nº 118), y en síntesis recomienda que “en todo lo que atañe a la Liturgia, deben ante todo brillar estas tres virtudes, de las que habla Nuestro Predecesor, Pío X, a saber:
la santidad, del todo opuesta a novedades de sabor mundano;
la dignidad de las imágenes y formas a cuya disposición y servicio deben estar las genuinas y elevadas artes; y
el espíritu universalista que, sin contravenir en nada las legítimas modalidades y usos regionales, patentice la unidad de la Iglesia” (nº 111, las cursivas son originales).
Así, con innumerables instrucciones, advertencias y reformas, desde que fue fundada, la Iglesia veló en todo tiempo y lugar por el decoro externo en el culto. Y en iguales términos se han propuesto análogas recomendaciones en la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, aunque es a partir de este documento que en materia litúrgica se procedió a delegar facultades otrora reservadas exclusivamente a la Santa Sede.
Ahora bien, si muchos (o incluso la mayoría) de los obispos, prelados, peritos, o comunidades religiosas han abusado de las prerrogativas que dicha Constitución les ha concedido no parece exacto decir que tales innovaciones fueron establecidas por la Iglesia con autoridad divina, sobre todo cuando los delegatarios desobedecieron lo expuesto prolija, clara y reiteradamente por el magisterio rompiendo de ese modo con tradiciones venerables y muy especialmente cuando tales rúbricas se contraponen manifiestamente a antiquísimas costumbres codificadas por el rito Romano que en buena parte procede por lo menos desde el s. III y que expresa decorosamente la verdadera fe católica desde los tiempos apostólicos.
Y en la medida en que estas audaces reformas han sido impuestas a la grey al amparo de un régimen jurídico sumamente indulgente desatendiendo antiguas costumbres -quienes han procedido así, “como queriendo ejercer dominio sobre la herencia” (I Pedro, V:3), han puesto en peligro la fe de muchos induciendo a confusión a los feligreses y fomentando prácticas desacralizadoras que difícilmente agradarían a Dios en la medida en que “trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y dieron culto a la creatura antes que al Creador” (Romanos, I:25) contra la expresa recomendación del Apóstol (I Cor. VIII:9): “Cuidad, empero, de que esta libertad vuestra no sirva de tropiezo para los débiles”.
Por lo demás, debe decirse que quienes así se comportan rebajan la Jerarquía de Dios y, como dice el Aquinate (Escritos de Catequesis, comentando el Primer Mandamiento de la ley) , “el que niega al rey la sumisión debida, es traidor. Esto es lo que hacen con Dios algunos [...] cosa que desagrada extraordinariamente a Dios”, puesto que resulta igualmente idolátrico el culto rendido a “dioses extraños” como el retaceo en la veneración, piedad y gravedad que exige el culto de Dios.
Por último, seimpre conviene recordar que ha sido profetizada para los tiempos finales “la abominación de la desolación predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo” (Mt. XXIV:15) o, como lo dice otro Evangelista “instalada en el lugar donde no debe estar”, (Mc. XIII:14). Estas palabras de Nuestro Señor y que remiten a la expresión del profeta Daniel (XII:11, IC:27 y XI:31, en hebreo, “shíqqûç shômem”) constituyen “palabras cerradas y selladas hasta el tiempo del fin” (Dan. XII:9) y, por tanto resultan de difícil inteligencia. Con todo, se colige del texto de Daniel que previo a la instalación de la abominación quedará abolido el sacrificio perpetuo y por esta razón los Padres interpretaron que -si bien no pueden precisar su exacta naturaleza- con estas palabras se refiere a alguna clase de culto idolátrico, o una profanación en grado extremo, que en modo alguno puede agradar a Dios.
Soluciones
A la objeción primera, debe señalarse con San Juan Damasceno (Expositio super Orthodoxa Fide, cap. XII) que “cuando el Señor fue crucificado, contemplaba el occidente, y es por esta razón que nosotros lo adoramos con la cara vuelta hacia El”, esto es, hacia el Este, que es por donde sale el sol. Ahora bien, es de saber que, como lo expresa el Aquinate (S. Th. III, q. XLVIII, a. 3, ad. 3), “por parte de sus matadores la pasión de Cristo fue un crimen, pero por parte del que la sufrió por caridad fue un sacrificio. Por lo cual este sacrificio se dice haberlo ofrecido el mismo Cristo, mas no aquellos que lo mataron”. Esto no quita que siempre conviene recordar que, en cierto modo, cada uno con sus pecados ha participado en ese deicidio por lo que todo culto decoroso por fuerza incluirá gestos externos que signifiquen nuestra debida compunción, a ejemplo del publicano de la Parábola (Lc. XVIII:13) que “salió justificado” y que se expresa adecuadamente en el Kirie y el Agnus Dei. Pero ciertamente sería disparate pretender que reactuemos los sentimientos de quienes lo insultaron, zahirieron y finalmente crucificaron. Muy por el contrario, como lo pide San Pablo (Fil. II:5) corresponde que asumamos “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” y que protestemos con el mismo Apóstol que está “clavado juntamente con Cristo en la Cruz” (Gál. II:19).
Ahora bien, como dijera el Aquinate (II-II, q. 93, a. 2) “el fin del culto divino es que el hombre dé gloria a Dios y se someta a El con alma y cuerpo”. Y en la medida en que el culto se corresponda con su razón de fin necesariamente será decoroso.
A la objeción segunda, Que, como dijera el Apóstol (Rom X:10) “con el corazón se cree para justicia y con la boca se confiesa para salud”, siendo que una cosa debe expresar la otra. Pues bien, como dijera el Aquinate (Super Ep. Sancti Pauli Apost. ad Rom. expositio, XII:1), “en los actos externos se debe aplicar la medida de la discreción en atención a la caridad” y en otro lugar (S. Th. II-II, q. 93, a. 1, ad. 2), que “los hombres fueron instruidos en esto mediante preceptos exteriores, cuya infracción es perniciosa”. En efecto, si bien las ceremonias con que se administran los sacramentos no pertenecen a su esencia [...] de tal modo que en caso de urgente necesidad pueden omitirse [ya que] era necesario rodear los misterios sagrados de un culto religioso para que aprendiéramos a tratar santamente las cosas santas. Y es por esta razón que en el Concilio de Trento (Denz. 856) se estableció que “Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia católica que suelen usarse en la solemne administración de los sacramentos pueden despreciarse o ser omitidos por el ministro a su arbitrio sin pecado, o mudados en otros por obra de cualquier pastor de las iglesias, sea anatema”.
A la objeción tercera, que si bien las rúbricas litúrgicas han variado a lo largo de los siglos estableciéndose diferentes formas de culto en distintos lugares, conviene saber que tales variaciones han sido siempre producto de desarrollos lentos y orgánicos que han ido surgiendo según las circunstancias e idiosincracia de las regiones. Semejante variedad en el modo de celebración litúrgica fue siempre supervisada y homologada en diversos grados por la Sede Apostólica que en todo tiempo y lugar veló para que la ley de la oración no desmintiera la de la fe (“lex orandi, lex credendi”), lo que garantizaba una mínima uniformidad en todas partes como las distintas partes de la misa, su carácter sacrificial, la necesidad de leer determinados textos y respetar determinadas fiestas, etc. Ahora bien, debido a las reformas litúrgicas introducidas por los protestantes en el s. XVI que, precisamente, conspiraban contra la fe, la Iglesia Católica, echando mano a la lengua universal latina y con el auxilio de la imprenta, codificó antiguas rúbricas litúrgicas en el llamado Rito Romano que durante cuatro siglos sirvió como referencia estable y uniforme para las iglesias locales, preservando así la unidad de la fe y del culto en todas las regiones del mundo. Y quedó claramente establecido que “el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata de culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados” (Encíclica “Mediator Dei”, nº 38).
Eso último fue sustancialmente modificado en el Concilio Vaticano II, que en su Constitución Sacrosanctum Concilium si bien reconoce que “la reglamentación de la sagrada Liturgia es de competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; (y que ésta) reside en la Sede Apostólica” (S.C. nº 22) mandó revisar “cuanto antes los libros litúrgicos, valiéndose de peritos y consultando a Obispos de diversas regiones del mundo” (S.C. nº 25), lo que equivale a una delegación de las facultades que hasta entonces era exclusivo resorte de Roma. Por lo demás, y pese a la explícita admonición de San Pablo (Rom. XII: 1-2) para que los cristianos celebraran “un culto racional [...] sin conformarse con el mundo”, dispuso tal Concilio “adaptar mejor a la necesidades de nuestro tiempo las instituciones sujetas a cambio” y en especial, las litúrgicas (S.C. nº 1).
Semejante delegación de potestades litúrgicas en episcopados, comisiones diocesanas y, por fin, diversos peritos, creo un ambiente de general desorden que permitió la introducción de diversas prácticas ajenas a la tradición de la Iglesia y muy conformes con el siglo, tales como las enumeradas en la objeción que aquí nos ocupa. Ahora bien, conviene recordar con Santo Tomás (S. Th. II-II, q. 168, a. 1, ad. 3) que “los movimientos exteriores son signos de la disposición interior y su moderación pertenece a la virtud de la verdad por la cual nos mostramos, en las palabras y en las acciones, como somos interiormente”, de dónde la gravedad de lo ocurrido. En efecto, en los días que corren se constata frecuentemente en el culto debido a Dios diversas prácticas indecorosas y numerosas faltas a la gravedad y reverencia que le son debidas, trayéndonos a la memoria lo que dijera el Cardenal Newman sobre aquellos que se comportan en el templo como si estuvieran en su casa y no en la Casa de Dios: “Todo lo que puedo decir es que estos se animan a hacer en la presencia de Dios lo que no se atreven ni los Querubines ni los Serafines [...] pues ellos se velan la faz y, como si no se atrevieran a dirigirse a Dios, Lo alaban dirigiéndose unos a otros, con pocas palabras y continuamente repitiendo “Santo, Santo, Santo, Señor Dios de Sabaoth”. Esto, porque, como lo expresa el Aquinate (S. Th. II-II, q. 101, a.2, primera objeción) “las cosas del culto divino deben revestir la máxima gravedad”.
Y así, no por casualidad vino a suceder que, poco después de introducidas toda clase de rituales, rúbricas y permisiones indecorosas, un Papa denunció en dos oportunidades que “por una grieta, el humo de Satanás se había infiltrado en la Iglesia”. Y así como el Apóstol (Hechos, XVII:23) dijo que los atenienses habían adorado al Dios verdadero sin saberlo, igualmente puede que llegue un tiempo en que la grey cristiana, sabiéndolo formalmente o no, adore “al dragón” (Apocalipsis XIII:8) bajo fachada de una adoración al Dios único, de tal modo que resulte extremadamente difícil distinguir el trigo de la cizaña.
Y aunque, como hemos dicho, resulta posible tributar un culto interior agradable a Dios en medio de rituales y liturgias externamente indecorosas, siempre conviene recordar con San Pedro (I Pedro, I:17) que “si llamamos Padre a Aquel que, sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conviene vivir en temor durante el tiempo de nuestra peregrinación” sabiendo que “en el tiempo oportuno” (Salmo CXLIV:15) Dios “enviará sus ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos, y a los que cometen la iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego” siendo que “recién entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mateo, XIII:41-43) y entonces “publicarán la gloria de tu reino, y pregonarán tu potestad, haciendo conocer a los hijos de los hombres tu poder y el magnífico esplendor de tu reino” (Salmo CXLIV:11-12).
A la objeción cuarta, debe recordarse que el fin del culto es Dios en quien, según el Apóstol Santiago (I:16) “no hay mudanza ni sombra de variación”. Y si bien entre los hombres puede haber mudanza y variación en las rúbricas rituales, todas ellas deben cumplir con su fin. Porque, como expresa el Aquinate (Contra Gentes, III, cap. CXXI) “así como mediante las cosas corporales y sensibles la mente del hombre puede elevarse a Dios, si alguno usa de ellas del modo debido en reverencia de Dios, así también el uso indebido de ellas o bien abstrae la mente totalmente de Dios cuando la voluntad se fija en las cosas inferiores, o bien retarda la intención de la mente hacia Dios cuando nos aficionamos a esas cosas más allá de lo que es menester”. De donde puede colegirse cuando un culto agrada a Dios y cuando no. Por lo demás, todas las cosas derivan su nobleza de su fin. Y siendo que el fin del culto a Dios reside en tributarle reverencia y piedad mediante “sacrificios de alabanza” (Hebreos XIII:15), se nos exige un “culto racional” (Romanos XII:1) y, en cambio, toda manifestación externa del culto que no se ordene a su fin propio resulta irracional y en esa medida resulta indecorosa y por tanto no es verdadero culto ni puede agradar a Dios.
Por lo demás, como lo ha expresado C.S. Lewis (Carta a Mrs. Arnold, 1-IV-52, en Letters of C.S. Lewis, London, Collins, 1988, p. 420), toda novedad en el culto conspira contra la verdadera devoción: “Un ritual litúrgico fijo tiene la ventaja de que sabemos qué nos espera. En cambio las oraciones públicas ex tempore tienen esta dificultad: no sabemos si podemos unirnos a ellas [ya que] podrían ser falsas o heréticas. Es así que nos vemos compelidos a desarrollar simultáneamente dos actividades recíprocamente incompatibles: la crítica y la devocional. En una forma litúrgica fijada en el tiempo no hay sorpresas puesto que las conocemos desde antes: los rituales preestablecidos permiten que uno se dedique a sus devociones con entera libertad. Por otra parte, encuentro que cuanto más rígidos son, más fácil resulta evitar las distracciones [...] A su través resplandece la forma permanente de la cristiandad. No veo cómo el método de la liturgia ex tempore puede dejar de convertirse en algo provinciano y creo que tiende a dirigir la atención más hacia el ministro que a Dios”. A lo que puede agregarse que cuanta menos variación haya en el culto, mayor noticia tendremos de la inmutabilidad del Eterno.
A la objeción quinta, debe decirse que en modo alguno es lícito empañar las verdades de fe para acercarse a quienes las niegan (tales, por ejemplo, como el culto de hiperdulía hacia la Santísima Virgen, el primado de Pedro o el carácter sacrificial de la misa), lo que resultaría en infidelidad y doble engaño hacia los fieles católicos y hacia los que no lo son -que merecen mejor trato de parte nuestra, singularmente franqueza y autenticidad, requisitos que se comprometerían si se intentara ocultar o disfrazar tales dogmas de fe, cosa que no podría agradarles a ellos ni a Dios.
Por lo demás, si los dogmas de la fe alejan a algunos de la Iglesia, debe recordarse con San Gregorio (Hom. 7 in Ezech.) que “cuando de la verdad nace el escándalo, debe más soportarse éste que abandonar la verdad”.
Por lo demás las prácticas introducidas en la liturgia pueden, tal vez, agradar a quienes blasonan de ser secularizantes, especialmente entre los protestantes de distintas confesiones, como es el caso de algunos entre los luteranos y calvinistas, pero al mismo tiempo ha contribuido a alejar y dificultar cualquier acercamiento ecuménico con quienes practican un culto decoroso hacia Dios tales como el que practican los anglocatólicos y muy señaladamente los ortodoxos de todos los patriarcados quienes se destacan por la piadosa custodia de venerables tradiciones y el empeño puesto en conservar antiquísimos y muy bellos rituales.
Y que, al conservar amorosamente un culto grave, reverente y piadoso, agradan a Dios.
Laus Deo
Sebastián Randle