Transcribimos a continuación los párrafos de esta carta donde Sus Ilustrísimas dejan claro lo que ellos piensan del Movimiento que surge como defensa de la España Eterna, de la España Católica. La que no tuvo otro remedio que alzarse en armas contra los agresores porque, como decía Ramiro de Maeztu “ser es defenderse”.
“Demos ahora un esbozo del carácter del movimiento llamado «nacional». Creemos justa esta denominación. Primero, por su espíritu; porque la nación española estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que no supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no liberadas sólo espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que le oprimen. Es también nacional por su objetivo, por cuanto tiende a salvar y sostener para lo futuro las esencias de un pueblo organizado en un Estado que sepa continuar dignamente su historia. Expresamos una realidad y un anhelo general de los ciudadanos españoles; no indicamos los medios para realizarlo.
El movimiento ha fortalecido el sentido de patria contra el exotismo de las fuerzas que le son contrarias. La patria implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España, con aversión de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina. Y como el amor propio, cuando se ha sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión de verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima en la sangre de millares de españoles que la han dado al grito de «¡Viva España!», «¡Viva Cristo Rey!».
Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno, maravilloso, del martirio -verdadero martirio, como ha dicho el Papa- de millares de españoles, sacerdotes, religiosos y seglares; y éste testimonio de sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de inmensa responsabilidad política, la actuación de quienes, depuestas las armas, hayan de reconstruir el nuevo Estado en el sosiego de la paz.
El movimiento ha garantizado el orden en el territorio por él dominado. Contraponemos la situación de las regiones en que ha prevalecido el movimiento nacional a las dominadas aún por los comunistas. De éstas puede decirse la palabra del Sabio: «Ubi non est gubernator, dissipabitur populos»; sin sacerdotes, sin templos, sin culto, sin justicia, sin autoridad, son presa de terrible anarquía, del hambre y la miseria. En cambio, en medio del esfuerzo y del dolor terrible de la guerra, las otras regiones viven en la tranquilidad del orden interno, bajo la tutela de una verdadera autoridad, que es el principio de la justicia, de la paz y del progreso que prometen la fecundidad de la vida social. Mientras en la España marxista se vive sin Dios, en las regiones indemnes o reconquistadas se celebra profusamente el culto divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la vida cristiana.
Esta situación permite esperar un régimen de justicia y paz para el futuro. No queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son gravísimos. La relajación de los vínculos sociales; las costumbres de una política corrompida; el desconocimiento de los deberes ciudadanos; la escasa formación de una conciencia íntegramente católica; la división espiritual en orden a la solución de nuestros grandes problemas nacionales; la eliminación, por asesinato cruel, de millares de hombres selectos llamados por su estado y formación a la obra de la reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a descuajarse de la idea y de las influencias cristianas; serán dificultad enorme para hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja historia y vivificada por su sabia. Pero tenemos la esperanza de que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios. Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida.”
Que los enemigos declarados de la Fe Católica sean enemigos de Franco y odien su gesta y su hazaña no es sorprendente. Entra dentro de lo lógico. Pero que aquellos que se declaran católicos critiquen a la personalidad que la Santísima Providencia suscitó para salvar a España de la hidra roja y devolverla a los cauces tranquilos y apacibles de la Santa Religión Católica, que Franco siempre defendió, es algo que es contradictorio en sí mismo.
Como contradictorio resulta que esos mismos pseudo-católicos, enemigos de Franco, no se dejen guiar por el testimonio de los Obispos españoles. Un servidor, carlistón crítico con Franco, estoy cada vez más escamado de esas derechonas y “direitinhas”, pancistas y bienpensantes, librepensadoras y demócratas, homologadas y mediopensionistas, metrosexuales y sodomófilas, tan centristas como descentradas, que siguen practicando su deporte favorito: levantar altares a las causas y cadalsos a las consecuencias. De esta ralea, de estas asociaciones de malhechores, no se puede esperar ni esa mínima pizca de pensamiento lógico: que de ciertas causas se derivan ciertas consecuencias.
Hay que repetir esa frase que resume todo un programa de política fundamental para España: “Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida.”
Rafael Castela Santos