“Sólo desde semejante perspectiva puede entenderse que se pueda propiciar el ‘achicamiento del Estado’, lo cual, de suyo, significa nada menos que la pretensión de achicar el horizonte perfectivo de los hombres. Hablando con un mínimo de propiedad, empequeñecer el Estado es pura bellaquería, manifestación del enanismo moral y, en quienes tienen a su cuidado los destinos de la comunidad política, una enorme traición.”
Porque es precisamente Hobbes, en su Leviatán, el que señala con horror la imposibilidad de un orden dentro del estado. Desorden que es causado, aunque Hobbes no lo señale abiertamente, por la fractura ocasionada por la herejía protestante y por la secularización de la política de Jean Bodin. Ante este problema insoluble Hobbes opta, al igual que el heresiarca Lutero, por la autoridad máxima, incuestionable y tiránica del príncipe como manera de lograr imponer un orden externo donde antes había no un orden, sino una armonía interna inspirada por la sana doctrina del Evangelio en manos de la Santa Madre Iglesia. Se cumple así el dictum de Don Juan Donoso Cortés, quien afirmaba que “cuando el termómetro religioso está alto el termómetro político está bajo, pero cuando el termómetro religioso está bajo el termómetro político tiene que estar alto para mantener el orden”.
Cuando el protestantismo pierde con los años la conexión siquiera lejana que tenía con lo católico viene lo inevitable: la idolatría del éxito y de la fuerza, verdaderas hijastras del calvinismo, en particular en su versión puritana. Es lo que Max Weber explicitó en su libro La Ética protestante y el espíritu del capitalismo. Para que Weber lograse su revolución sociológica tuvo que haber antes un Adam Smith que fijase el quicio de la vida humana en la economía, en la adoración de Mamonna. Aparte de lamentar que hubiera habido un Moisés que hubiera ordenado que la tierra tragase a todos los plutócratas que en el mundo son, la reflexión lógica es que ahora hay que desembarazarse del estado porque el estado todavía, y como inercia de lo católico, todavía pone trabas a la usura, al comercio y a la dominación total por parte de la clase financiero-mercantil. Este es el punto de arranque del liberalismo moderno cuya manifestación última es la “globalización”. Pretender encontrar fundamentos étnicos en lo que tiene un fundamento crematístico y envilecedor del espíritu es marrar por completo.
“Tampoco puede identificarse con la patria, pues sus conceptos son distintos. Puede ocurrir, claro está, que ambos coincidan materialmente; pero esa coincidencia puede no verificarse, manteniéndose entonces la distinción de los órdenes de deberes que, eventualmente, pueden convertirse en fuente de conflictos políticos y de conciencia. La idea del Estado es formalmente más rígida, cuyo núcleo es, como se dijo, el concepto de autarquía; por esa razón, la forma del Estado -entendido en sentido riguroso como comunidad perfecta o autárquica en lo temporal- es excluyente de toda otra autarquía del mismo orden. De ahí que un Estado autárquico no pueda formar parte de otro Estado igualmente autárquico. Suárez piensa lo contrario. Él cree que una comunidad perfecta -v.gr. la ciudad, según él mismo entiende- puede formar parte de otra, como ser el reino; ambas serían perfectas, sólo que la primera, en cuanto parte de la segunda, sería por esa razón imperfecta comparada con la primera, aunque absolutamente sea perfecta (cfr. De Legibus ac Deo Legislatore, L.I, cap VI, 19). Esta opinión, que cabe reputar como falsa, no toma en consideración el concepto de autosuficiencia, central en la ética y en la política de Aristóteles y Santo Tomás. La patria, en cambio, tiene desde un cierto punto de vista fronteras materiales y formales menos rígidas, en la medida en que cabe hablar de una “patria chica” (la patria “local”) y de una patria grande (la totalidad del patrimonio físico y espiritual que conforma la personalidad de los hombres). La Argentina, por ejemplo, como patria, incluye las patrias chicas cuyos derechos reivindica el federalismo, y se inscribe a su vez en la patria grande, herencia del Imperio Hispánico, según el espíritu de la tradición viva y común de las Españas Universas. Desde otro punto de vista, en cambio, las fronteras internas y externas de la patria son más firmes e inalterables, pues ellas están constituidas por la naturaleza y la tradición, y no están sujetas a tratados, claudicaciones o asambleas en los cuales el arbitrio y la debilidad de los hombres singulares que representan al Estado negocian territorio, costumbres, formas políticas, la paz, la dignidad, y - a veces - hasta la misma existencia de lo innegociable: la patria. Como comunidad perfecta el Estado está ordenado a la perfección y a la grandeza de la Patria, porque ella asegura al hombre la más alta dignidad temporal de la vida.”
Con esto Lamas redondea la idea de la relación entre patria y Estado a que aludí arriba, en el contexto de la causa final del Estado, que es el bien común, la res-publica de los romanos.
“La materia inmediata del Estado no la constituyen las personas singulares, como sostienen los individualistas, sino el conjunto de comunidades infrapolíticas (familias, municipios, corporaciones y demás formas asociativas) que conforman el pueblo. Y más próximamente aun, las praxis colectivas respectivas, en las que el grupo se manifiesta y tiene realidad actual. El pueblo no es, obviamente, la masa indiferenciada de individuos, ni tampoco la mera colección o multitud de grupos sociales relacionados entre sí por la jurisdicción o la autoridad del Estado; por el contrario, es una cierta unidad cuasi-orgánica, constituida por la concordia o común querer acerca de ciertos bienes e intereses, necesarios para la vida, y conformada por el derecho.”
Hagamos hincapié en esto último. El pueblo es “una cierta unidad quasi-orgánica, constituida por la concordia y conformada por el derecho”. Como Lamas comenta a renglón seguido, la causa formal del estado devendrá también la Ley -el derecho perfecto-; sin embargo el derecho consuetudinario y específicamente los hábitos sociales y políticos son propiamente su materia inmediata, o causa material. El constituyente formal del pueblo, por su parte, es el “cierto querer común” que constituye la concordia política, cifrando así el profesor Félix Lamas la verdadera e íntima naturaleza del pueblo en un hecho espiritual. Más aún, indica aquí Lamas que el respeto del estado hacia las “personas intermedias”, hacia las “comunidades infrapolíticas”, lo que la muy católica doctrina política carlista llama “los cuerpos intermedios” es más que el respeto del estado hacia algo externo que debe respetar, sino es el respeto a sí mismo. La voladura de los cuerpos intermedios, como los gremios o corporaciones, las Universidades, o los municipios, entre otros, no lleva sino a la tiranía en línea recta, al estado omnipresente y regulador de todos los aspectos de la vida humana, al Leviatán último o, en su defecto, a la jungla del ultracapitalismo moderno, verdadera cacería de los débiles por parte de los poderosos y potentados.
“Claro está que sin Estado o comunidad perfecta no hay derecho perfecto; pero aún imperfecto, hay un derecho consuetudinario y convencional que casi con espontaneidad nace cotidianamente en la vida social y al cual el Estado debe reconocer, rectificar, y dotar de eficacia. Este concepto de pueblo, que tiene la antigüedad del pensamiento de Cicerón y que a través de San Agustín se prolonga hasta Suárez inclusive, se aproxima hasta casi identificarse con lo que Hegel denomina Sociedad Civil (die bürgerliche Gesellschaft). El pueblo no puede conservar su unidad sin la forma del Estado, de la misma manera que el cuerpo se descompone cuando el alma se separa. Pero ello no autoriza a identificarlo con el Estado, como no puede confundirse el cuerpo humano con el hombre. El pueblo, a su vez, está determinado materialmente por factores étnico-biológicos, geográficos, económicos y culturales. Su propia conformación social, más o menos fuerte, más o menos solidaria o armoniosa, determina las posibilidades del Estado. No puede haber un Estado grande, saludable y próspero con un pueblo raquítico. Si el pueblo es la materia próxima del Estado, de su adecuada disposición dependerá la armonía de éste, su vigor y perdurabilidad.”
“La forma o estructura inmanente constitutiva del Estado -y puesto que éste es un todo de orden práctico- consiste en una disposición a su fin inmediato, el bien común temporal.”
Y dado que el bien común temporal es cosa de hombres, su complexión y su acabamiento no pueden ignorar el fin último del hombre, y por lo tanto -al decir de León XIII- el estado tiene, en este sentido, obligación de ser católico. Cuando los que detentan el poder se inclinan consistentemente en contra de la verdadera fe, o en contra de la Iglesia de Cristo, se oponen al fin del estado y limitan la capacidad de los ciudadanos de alcanzar la perfección posible. Por seguir en con histórico ejemplo anterior, el estado francés, en cuanto comunidad política y expresión unificada del pueblo de Francia, comenzó a alejarse del camino del verdadero bien común y a favor de la centralización del poder y el engrandecimiento del gobierno mucho antes de la revolución, que no fue sino la consecuencia -y al decir de Joseph de Maistre el castigo- de ese alejamiento. A mi entender, los franceses encontraron su identidad “nacional” a expensas del abandono de la Iglesia y el Imperio. Ciertamente no fue ésto lo que Santa Juana trató de hacer, o lo que San Luis Rey hizo, pero en el curso de la historia de Francia, desde San Luis hasta Luis XVI, la cuesta abajo se fue acentuando cada vez más. (continua)
Porque es precisamente Hobbes, en su Leviatán, el que señala con horror la imposibilidad de un orden dentro del estado. Desorden que es causado, aunque Hobbes no lo señale abiertamente, por la fractura ocasionada por la herejía protestante y por la secularización de la política de Jean Bodin. Ante este problema insoluble Hobbes opta, al igual que el heresiarca Lutero, por la autoridad máxima, incuestionable y tiránica del príncipe como manera de lograr imponer un orden externo donde antes había no un orden, sino una armonía interna inspirada por la sana doctrina del Evangelio en manos de la Santa Madre Iglesia. Se cumple así el dictum de Don Juan Donoso Cortés, quien afirmaba que “cuando el termómetro religioso está alto el termómetro político está bajo, pero cuando el termómetro religioso está bajo el termómetro político tiene que estar alto para mantener el orden”.
Cuando el protestantismo pierde con los años la conexión siquiera lejana que tenía con lo católico viene lo inevitable: la idolatría del éxito y de la fuerza, verdaderas hijastras del calvinismo, en particular en su versión puritana. Es lo que Max Weber explicitó en su libro La Ética protestante y el espíritu del capitalismo. Para que Weber lograse su revolución sociológica tuvo que haber antes un Adam Smith que fijase el quicio de la vida humana en la economía, en la adoración de Mamonna. Aparte de lamentar que hubiera habido un Moisés que hubiera ordenado que la tierra tragase a todos los plutócratas que en el mundo son, la reflexión lógica es que ahora hay que desembarazarse del estado porque el estado todavía, y como inercia de lo católico, todavía pone trabas a la usura, al comercio y a la dominación total por parte de la clase financiero-mercantil. Este es el punto de arranque del liberalismo moderno cuya manifestación última es la “globalización”. Pretender encontrar fundamentos étnicos en lo que tiene un fundamento crematístico y envilecedor del espíritu es marrar por completo.
“Tampoco puede identificarse con la patria, pues sus conceptos son distintos. Puede ocurrir, claro está, que ambos coincidan materialmente; pero esa coincidencia puede no verificarse, manteniéndose entonces la distinción de los órdenes de deberes que, eventualmente, pueden convertirse en fuente de conflictos políticos y de conciencia. La idea del Estado es formalmente más rígida, cuyo núcleo es, como se dijo, el concepto de autarquía; por esa razón, la forma del Estado -entendido en sentido riguroso como comunidad perfecta o autárquica en lo temporal- es excluyente de toda otra autarquía del mismo orden. De ahí que un Estado autárquico no pueda formar parte de otro Estado igualmente autárquico. Suárez piensa lo contrario. Él cree que una comunidad perfecta -v.gr. la ciudad, según él mismo entiende- puede formar parte de otra, como ser el reino; ambas serían perfectas, sólo que la primera, en cuanto parte de la segunda, sería por esa razón imperfecta comparada con la primera, aunque absolutamente sea perfecta (cfr. De Legibus ac Deo Legislatore, L.I, cap VI, 19). Esta opinión, que cabe reputar como falsa, no toma en consideración el concepto de autosuficiencia, central en la ética y en la política de Aristóteles y Santo Tomás. La patria, en cambio, tiene desde un cierto punto de vista fronteras materiales y formales menos rígidas, en la medida en que cabe hablar de una “patria chica” (la patria “local”) y de una patria grande (la totalidad del patrimonio físico y espiritual que conforma la personalidad de los hombres). La Argentina, por ejemplo, como patria, incluye las patrias chicas cuyos derechos reivindica el federalismo, y se inscribe a su vez en la patria grande, herencia del Imperio Hispánico, según el espíritu de la tradición viva y común de las Españas Universas. Desde otro punto de vista, en cambio, las fronteras internas y externas de la patria son más firmes e inalterables, pues ellas están constituidas por la naturaleza y la tradición, y no están sujetas a tratados, claudicaciones o asambleas en los cuales el arbitrio y la debilidad de los hombres singulares que representan al Estado negocian territorio, costumbres, formas políticas, la paz, la dignidad, y - a veces - hasta la misma existencia de lo innegociable: la patria. Como comunidad perfecta el Estado está ordenado a la perfección y a la grandeza de la Patria, porque ella asegura al hombre la más alta dignidad temporal de la vida.”
Con esto Lamas redondea la idea de la relación entre patria y Estado a que aludí arriba, en el contexto de la causa final del Estado, que es el bien común, la res-publica de los romanos.
“La materia inmediata del Estado no la constituyen las personas singulares, como sostienen los individualistas, sino el conjunto de comunidades infrapolíticas (familias, municipios, corporaciones y demás formas asociativas) que conforman el pueblo. Y más próximamente aun, las praxis colectivas respectivas, en las que el grupo se manifiesta y tiene realidad actual. El pueblo no es, obviamente, la masa indiferenciada de individuos, ni tampoco la mera colección o multitud de grupos sociales relacionados entre sí por la jurisdicción o la autoridad del Estado; por el contrario, es una cierta unidad cuasi-orgánica, constituida por la concordia o común querer acerca de ciertos bienes e intereses, necesarios para la vida, y conformada por el derecho.”
Hagamos hincapié en esto último. El pueblo es “una cierta unidad quasi-orgánica, constituida por la concordia y conformada por el derecho”. Como Lamas comenta a renglón seguido, la causa formal del estado devendrá también la Ley -el derecho perfecto-; sin embargo el derecho consuetudinario y específicamente los hábitos sociales y políticos son propiamente su materia inmediata, o causa material. El constituyente formal del pueblo, por su parte, es el “cierto querer común” que constituye la concordia política, cifrando así el profesor Félix Lamas la verdadera e íntima naturaleza del pueblo en un hecho espiritual. Más aún, indica aquí Lamas que el respeto del estado hacia las “personas intermedias”, hacia las “comunidades infrapolíticas”, lo que la muy católica doctrina política carlista llama “los cuerpos intermedios” es más que el respeto del estado hacia algo externo que debe respetar, sino es el respeto a sí mismo. La voladura de los cuerpos intermedios, como los gremios o corporaciones, las Universidades, o los municipios, entre otros, no lleva sino a la tiranía en línea recta, al estado omnipresente y regulador de todos los aspectos de la vida humana, al Leviatán último o, en su defecto, a la jungla del ultracapitalismo moderno, verdadera cacería de los débiles por parte de los poderosos y potentados.
“Claro está que sin Estado o comunidad perfecta no hay derecho perfecto; pero aún imperfecto, hay un derecho consuetudinario y convencional que casi con espontaneidad nace cotidianamente en la vida social y al cual el Estado debe reconocer, rectificar, y dotar de eficacia. Este concepto de pueblo, que tiene la antigüedad del pensamiento de Cicerón y que a través de San Agustín se prolonga hasta Suárez inclusive, se aproxima hasta casi identificarse con lo que Hegel denomina Sociedad Civil (die bürgerliche Gesellschaft). El pueblo no puede conservar su unidad sin la forma del Estado, de la misma manera que el cuerpo se descompone cuando el alma se separa. Pero ello no autoriza a identificarlo con el Estado, como no puede confundirse el cuerpo humano con el hombre. El pueblo, a su vez, está determinado materialmente por factores étnico-biológicos, geográficos, económicos y culturales. Su propia conformación social, más o menos fuerte, más o menos solidaria o armoniosa, determina las posibilidades del Estado. No puede haber un Estado grande, saludable y próspero con un pueblo raquítico. Si el pueblo es la materia próxima del Estado, de su adecuada disposición dependerá la armonía de éste, su vigor y perdurabilidad.”
“La forma o estructura inmanente constitutiva del Estado -y puesto que éste es un todo de orden práctico- consiste en una disposición a su fin inmediato, el bien común temporal.”
Y dado que el bien común temporal es cosa de hombres, su complexión y su acabamiento no pueden ignorar el fin último del hombre, y por lo tanto -al decir de León XIII- el estado tiene, en este sentido, obligación de ser católico. Cuando los que detentan el poder se inclinan consistentemente en contra de la verdadera fe, o en contra de la Iglesia de Cristo, se oponen al fin del estado y limitan la capacidad de los ciudadanos de alcanzar la perfección posible. Por seguir en con histórico ejemplo anterior, el estado francés, en cuanto comunidad política y expresión unificada del pueblo de Francia, comenzó a alejarse del camino del verdadero bien común y a favor de la centralización del poder y el engrandecimiento del gobierno mucho antes de la revolución, que no fue sino la consecuencia -y al decir de Joseph de Maistre el castigo- de ese alejamiento. A mi entender, los franceses encontraron su identidad “nacional” a expensas del abandono de la Iglesia y el Imperio. Ciertamente no fue ésto lo que Santa Juana trató de hacer, o lo que San Luis Rey hizo, pero en el curso de la historia de Francia, desde San Luis hasta Luis XVI, la cuesta abajo se fue acentuando cada vez más. (continua)
Rafael Castela Santos
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