Cuando veo los cambios sociales acontecidos en menos de un cuarto de siglo, me asusto. Me aterro.
Hubo un tiempo en que los amigos salíamos de fiesta. ¡Y vaya si nos gustaba la farra! A veces bebíamos en exceso y acabábamos más “cargados” de lo que deberíamos. Pero nunca se nos pasó por la cabeza salir a emborracharnos. ¿Alcohol por alcohol? ¿Borrachera por borrachera? No, gracias.
Hubo un tiempo en que todos éramos absolutamente vírgenes en el tema de la droga. Y lo fuimos por muchos benditos años. Ni un porro. Nada. Despreciábamos instintivamente el formidable desprecio a la razón que es la droga. ¡Y leíamos con fruición a los griegos en nuestra adolescencia! Nunca se nos pasó por la cabeza aturdirnos por puro placer (¿qué placer, por cierto?), por ponernos como motos (ya nos bastábamos a nosotros mismos) o por el mero hecho de aturdirse (¡vaya gilipollez!).
Hubo un tiempo en que sabíamos estar en nuestro sitio. Y si nos teníamos que defender, claro que nos defendíamos. Es más: generalmente defendíamos ideas y principios. A puñetazo limpio, sin duda. A fe que nunca se nos pasó por la cabeza salir a buscar pelea por el mero hecho de buscar pelea. ¡Qué aburrimiento pelearse por asuntos nimios de fútbol o por mero gusto por la violencia! Ahora bien, ¡qué gustazo partirse la cara bien partida cuando eran cosas de ideas o de honor las que motivaban dicha violencia!
Es más. A veces llegábamos a hacer amistad y a perdonar a nuestros enemigos, a los mismos con los que habíamos tenido una trifulca de las de Dios es Cristo. Tampoco nunca se nos pasó por la cabeza el jurar odio eterno a nadie, ni la venganza taimada, ni el rencor cainita. Hasta en la violencia había algo más que un mero fair-play. Aquello era cuestión de principios teológicos: no odiar.
Hubo un tiempo en que nos gustaban mucho las chicas. Mucho (¡a Dios gracias! … habría que añadir en los tiempos que corren). Te encariñabas con una y a veces un “sexceso” biológico te llevaba a algo ciertamente indebido. Pero nunca nos pasó a alguno de nosotros que se acostase con una chica desconocida de la cual por la mañana no supiera ni el nombre. Sin algo de cariño, de conocimiento mutuo, de cierta pasión y chispa que sólo daba una cierta amistad, era casi imposible pensar en lo otro.
Hubo un tiempo en que los chicos jóvenes salíamos de “caza”. Y las chicas nos ponían en nuestro sitio. Alguna chica te enviaba un mensaje o una señal especial. Pero nunca nos pasó que una chica fuera abiertamente explícita en esta materia. ¡Y esa feminidad siempre misteriosa e insinuante era algo formidable así!
Hubo un tiempo en que ni el más depravado de los depravados hubiese aprobado el aborto. Daba pavor tal asesinato criminal de un inocente. La asunción implícita era que los niños eran maravillosos y un poco sagrados si cabe. Nunca, absolutamente nunca, se nos pasó por la cabeza que el aborto fuese una “opción”. No ya que estuviéramos a favor del aborto, sino considerar siquiera su licitud. Era, y es, algo abominable.
Hubo un tiempo donde nuestro tema prevalente de conversación era la justicia, la justicia social. Nos preocupábamos de los pobres, pensábamos en los más humildes. Y hacíamos cosas por ellos sin alarde alguno. Nos conformábamos con poco y aún lo poco que teníamos lo compartíamos entre nosotros. Tampoco nunca se nos pasó entonces el hacer del consumismo, del materialismo y del olvido del necesitado los ejes de nuestra vida. Una vida a base de puros clichés y puras marcas no entraba en nuestras coordenadas.
Si hubiéramos presenciado el ataque de hordas urbanas a mendigos, agresiones a mujeres u otros episodios similares con los que se desayuna uno a diario en los periódicos, hubiéramos acabado malparados … o quizás hubieran acabado malparados ellos. Nunca se nos pasó el permanecer impávidos ante la injusticia, sea fuera ésta del pelaje que fuera. Y estoy orgulloso, mucho, de que nuestra juventud tuviera este distingo.
Hubo un tiempo en que nos sentábamos en una peña, o en el banco de un parque, o en una esquina cualquiera y estábamos charlando allí hasta altísimas horas de la madrugada. Y nunca se nos pasó por la cabeza el tener que gastar dinero sin parar para podernos divertir. Nuestra diversión era la compañía y la amistad. Hablar de lo divino y humano. Éramos animales, pero animales sociales.
Hubo un tiempo cuando cualquier viso no ya de conducta homosexual sino incluso de comportamiento amariconado era mal visto. Y conozco a algún excelente padre de familia hoy día que, dada la sanción social que existía sobre el tema, y posiblemente con este tipo de inclinaciones, acabó más que curado de dicha tendencia (pecando como Dios manda) en los cariñosos, cariñosísimos, brazos de alguna mujer. Nunca llegamos siquiera a imaginar lo de los “comportamientos sexuales alternativos”. Cuestión de derecho natural.
Hubo un tiempo en que el mismo que acababa de echar una blasfemia atronadora a renglón seguido era capaz de invitarnos a entrar en una iglesia a rezar a la Santísima Virgen. ¿Contradictorio? … ¿Brutal incluso? Sí, sin duda. Pero nunca tuvimos el corazón tibio. Mejor contradictorio y brutal que tibio. Con los primeros puede haber perdón; con los segundos –dice Dios- que quiere vomitarlos de su boca.
Hubo un tiempo cuando no nos gloriábamos de nuestros pecados. Y hasta nos faltaba tiempo para irnos a confesar por los mismos. Dios bendiga a aquellos viejos Sacerdotes que aguardaban a las 7 ó 7:30 de la mañana en sus confesionarios cuando uno venía de vuelta a casa de noches cuasi-infinitas y le ponían a uno las pilas y le enderezaban. Pero nunca se nos pasó el considerar el pecado como algo aceptable, loable o siquiera tolerable.
Hubo un tiempo y un lugar donde todavía brillaba la luz de Dios sobre nuestras cabezas y nuestras almas. Cuando sí que pensábamos en Dios, incluso alguno de los amigos con ánimo de denostarle. Cuando la Santísima Virgen era lo más precioso y más bonito del mundo y era puerto seguro, alma de Madre: refugio de pecadores. Cuando al levantarnos, ya frisando el mundo adulto, rezábamos al Ángel de la Guarda la misma oración que aprendimos de los labios de nuestra madre en la más tierna infancia.
Hubo un tiempo en que, creo, pecábamos como Dios manda. Y éramos más felices así. No por pecar, claro está, sino por hacerlo como Dios manda.
¿Me atreveré a proponer –para disgusto de puritanos, escarnio de jansenistas, incomprensión de parvos y escándalo de meapilas- que no pequemos, pero que si hemos de pecar tengamos la decencia de hacerlo como Dios manda (incluida la Confesión, el mucho arrepentimiento y el no menor propósito de enmienda)?
Rafael Castela Santos
sexta-feira, agosto 22, 2008
Pecar como Dios manda
Publicada por
Rafael Castela Santos
à(s)
sexta-feira, agosto 22, 2008
Enviar a mensagem por emailDê a sua opinião!Partilhar no TwitterPartilhar no FacebookPartilhar no Pinterest
Subscrever:
Enviar feedback (Atom)
0 comentários:
Enviar um comentário