quinta-feira, agosto 14, 2008

El catolicismo es nuestra historia

El texto original fue sacado de aquí.

«Ese vínculo que une nuestra vida con la vida de la Patria nos obliga a mucho. A lo primero que nos obliga es a conocerla, y no se puede amar lo que se ignora. De aquí voy a deducir una consecuencia: que si es necesario conocer a la nación para amarla, hay que conocer su vida íntima, hay que conocer la directriz de su historia, el principio vital que ha informado su ser y todas las manifestaciones de su genio, y para conocer eso, cuando se trata de España, hay que conocer la Religión Católica.
Pero ¿es verdad que la Religión Católica constituye el elemento predominante y directivo de la Patria y de la nación española? Para negarlo, a fin de eludir la consecuencia de la enseñanza religiosa obligatoria, hay que negar su historia, es decir, negar a España, no tengo más que trazar ante vosotros las líneas más grandes y más generales de esa historia para demostraros que la Religión Católica es la inspiradora de España, la informadora de toda su vida, la que le ha dado el ser, y que sin ella no hay alma, ni carácter, ni espíritu nacional.
Salimos de la unidad externa y poderosa de Roma, que tendió su mano por España, cerca de seis siglos, pero ni con su inmensa red administrativa y militar, ni con la transfusión de su lengua y de su derecho, no con terribles hecatombes que dejaron pavesas y escombros en lo lugares que fueron ciudades heroicas, pudo salvar las diferencias de las razas iberoceltas y de las colonizadoras fenicias y helénicas, que, apoyadas en la diversidad geográfica, latían bajo su yugo, recibiendo su poderosa influencia, pero también devolviéndola y comunicándola en la literatura y en el Imperio. Fué necesaria una unidad más fuerte y más íntima que llegase hasta las conciencias y aunase en un dogma, en una moral y en un culto de almas, y las iluminase con la palabra de los Apóstoles, y las ungiese con sangre de mártires, y las limpiase de la ley pagana en los circos y en los concilios, estrechándolas con una solidaridad interna, que, por ministerio de la Iglesia y del tiempo, se convertirá en alma colectiva. Por eso, cuando el caudillaje militar de los bárbaros se repartió los girones de la púrpura imperial sobre el cadáver de Roma, la Iglesia se interpuso entre el godo, arriano y rudo, y el hispanorromano, católico y culto, y venció a los vencedores, infundiéndoles la fe y el saber de los vencidos.
Cegó en los Concilios Toledanos el abismo que los separaba, formando aquel Código singular, el mejor de su época, el Fuero Juzgo, donde brotaba ya, rompiendo la corteza absolutista, el germen de la Monarquía cristiana, con la diferencia del Rey y del tirano, y se armonizaban los tres grande elementos de la civilización que empezaba: el romanismo, el germanismo y el cristianismo, superior y más poderoso que los dos. Suprimió la ley de castas y la separación familiar, sembrando la semilla de la nacionalidad en un surco tan hondo que podrá crecer y prosperar bajo las olas de la invasión musulmana. Y cuando esa invasión se desborda y las legiones sarracenas se apoderan de las islas y de las grandes ciudades del Mediterráneo, y saltan el Pirineo y hacen temblar a Europa, ¿quien salva la civilización de una catástrofe, organizando la lucha secular de la Reconquista? ¿quién la dirige? ¿de dónde salen los grandes ejércitos que van a pelear desde las montañas hasta las llanuras y de las llanuras hasta el mar? Salen de las cuevas de los eremitas y tienen su base de operaciones en los monasterios de las montañas. Esa reconquista, que es la cruzada de Occidente, no es una serie de guerras como las cruzadas de Oriente, es una sola campaña, un inmenso campo de batalla, donde se dan cita las generaciones y los siglos, guiados por el mismo plan que va trazando la Iglesia con la Cruz en el suelo peninsular. El ejército central sale de la cueva del Auseva; el de la izquierda, baja de los Santuarios de la Burunda y de San Juan de la Peña; el de la extrema izquierda recibe un impulso de los que se extienden por la Marca Hispánica y acampa en Ripoll, y el de la derecha aparecerá en la frontera de Portugal más tarde, sembrando los templos de etapas de su jornada. ¿Y que sucede cuándo los ejércitos avanzan? Alfonso II, apoyándose en algunos núcleos de resistencia que han quedado intactos en Galicia, llevará un día sus fronteras hasta el Miño; Ramiro II, las llevará, después de la memorable batalla de Simancas, hasta el Duero; Alfonso VI, las llevará hasta el Tajo, y Alfonso el Batallador, hasta las Riberas del Ebro, desde Tudela a Zaragoza; y las huestes que recorren la orilla del Mediterráneo, que tendrá que agitarse debajo de sus garras, llegarán con Berenguer IV hasta la desembocadura del Ebro, arrojando a los dominadores más allá de la Ribera de Tortosa; y las que siguen la línea del Atlántico llegaron con Alfonso Enríquez a la desembocadura del Tajo, que los lanzará a la desoladora llanura del Alemtejo. Y cuando una nueva invasión, que parece que trae el desierto y la traslada por encima del estrecho, nos ataca, todos los reyes avanzarán unánimes, porque Alfonso IX de León entrega parte de sus guerreros y se queda de reserva con los demás, y entonces será la Iglesia la que extienda sus mantos de los caballeros de sus órdenes militares para que cubran la tierra empapada con su sangre en el Centro peninsular y puedan pasar sobre ella los reyes confederados alrededor de la Cruz y llevarla en triunfo por el paso del Muradal hasta las colinas de las Navas, y descender después, con un santo que esconde el sayal del armiño, hasta el Guadalquivir, y llegar más tarde a la vega de Granada, y ponerla en sus adarves. Y no se parará allí a dormir el sueño de la victoria realizada, bajo pabellones de laurel; se asomará al mar para cautivarle y educarle con su fe y su genio, y se detendrá un momento a descansar en el pórtico de la Rábida para convertirle en pórtico de un Nuevo Mundo, y, por medio de un sublime terciario, Colón, que anda buscando dinero para una nueva cruzada, protegido por tres frailes, Fray Juan Pérez, Fray Antonio de Marchena y Fray Diego de Deza, y por una reina que lleva por apellido el de la Iglesia, cruzará por rumbos desconocidos el Océano y podrá el nombre de la Virgen, ofreciéndole su empresa a la carabela que dirige; el de San Salvador a la primera isla que descubre, el de Santa Cruz a la primera nave que construye en la Isabela; y al desembarcar en Cádiz, después del segundo viaje, cubrirá su cuerpo con el sayal del franciscano. Y será entonces cuando los guerreros emularán la fe de la legión de misioneros más heroicos que el mundo ha conocido; y, con el ardor del P. Olmedo o el P. Zumárraga, y Anchieta y Montoya, el gran Cortés, apenas pasado Tabasco, pondrá el nombre de Veracruz a la primera ciudad que levante el continente mejicano. Y cuando aquel glorioso aventurero, cuyo centenario vamos a celebrar, Vasco Núñez de Balboa, saliendo de Santa María de Darién con un puñado de españoles, y dominando tribus indias que le secundan o se dispersan, atraviesa, ante los mismos naturales consternados, ríos que se desbordan, pantanos que tienen la muerte en la superficie y en el aire, y selvas jamás cruzadas, itinerario que produce espanto en el ánimo de los viajeros modernos, cuando, después de exceder las fuerzas humanas, ve tenderse ante sus ojos el inmenso mar del Sur como un espejo que quiere reflejar tanto heroísmo, antes de penetrar en él con la espada en la mano o tomar posesión de sus aguas en nombre de los monarcas españoles, caerá de rodillas al lado de su Capellán Andrés de Vera, y entonará aquel Te Deum que con ellos entonará toda nuestra raza, acompañados por el murmullo solemne de las olas del Océano, que pronto va a quedar cautivo entre los brazos de nuestra costa y estrechado por nuestros genio.
Por la Iglesia fuimos con el P. Urdaneta y Elcano a dar la vuelta al planeta, y con San Francisco Javier a evangelizar millones de hombres más allá de las fronteras donde pasaron las victorias de Alejandro.
Por la Religión fuimos a pelear en los pantanos de Flandes, para contrabalancear el poder de la protesta, que hubiera sucumbido sin la hora trágica en que se hundió la Invencible; por ella hicimos la última cruzada de Lepanto; fue nuestra nación, como se ha dicho muy bien, la amazona que salvó a la raza latina de la servidumbre protestante, y la libertad y la moral del servo arbitrio, de la fe sin obras, de la predestinación necesaria, con los teólogos de Trento y con los tercios que pelearon en todos los campos de batalla de Europa; y nosotros fuimos los que todavía, al comenzar el siglo XIX, en las luchas napoleónicas, salvamos a Europa de la tiranía revolucionaria del César, como se ha reconocido, pues fue un francés, Chateaubriand, quien dijo con razón que los cañones de Bailén habían hecho temblar todos los gabinetes europeos.
Y en las contiendas de los siglos XIX y XX, ¿no es verdad que todo gira alrededor de la Cruz? Nuestras luchas civiles, nuestras contiendas políticas, o por afirmaciones o por negaciones, todas se refieren a la Iglesia; y nuestros enemigos de hoy mismo, si se suprimiera el Catolicismo en España, se quedarían asombrados, se quedarían absortos mirándose unos a otros, al encontrarse sin programa. El grado de odio y de opresión a la Iglesia, lo que se ha de cercenar de sus derechos, lo que se han de limitar sus facultades, ese es el programa de los que se llaman anticlericales, de modo que aún como negaciones viven en esa afirmación soberana.»

Juan Vázquez de Mella, 1913

(RCS)

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