sábado, abril 30, 2005

El nacionalismo: hijo del odio y el error

Repetidas veces la Santa Sede en tiempos presentes y pretéritos ha llamado la atención sobre los peligros del nacionalismo. El nacionalismo moderno, de raíz romántica, surgido de la Revolución Francesa, inspirado en un amor desmedido de corte panteístico por la tierra de uno, por su propia lengua o hasta por el elusivo concepto de raza, se vuelve así un sustituto de Dios. De facto el nacionalismo se ha configurado como De facto el nacionalismo se ha configurado como un poderoso vector descatolizador y enemigo del bien común. El nacionalismo acaba pues por volverse una idolatría.
Un análisis más detallado del nacionalismo y Estado modernos puede encontrarse aquí al tiempo que dejamos a Carlos Caballero Jurado explicar la esencia del nacionalismo y la dualidad ignominiosa entre nacionalismo y cosmopolitismo. Mientras que el siglo XIX y la mitad del XX vieron el nacionalismo de las naciones-Estado surgidas del jacobinismo y el Sturm und Drang, incluso en fenómenos nuevos como fueron Alemania e Italia, las postrimerías del último siglo y el XXI apuntan a los micronacionalismos como fenómeno predominante. En el caso español los micronacionalismos catalán y vasco son paradigmáticos para ver la oposición entre ellos y el Catolicismo. El estudio pormenorizado de la falsedad del nacionalismo catalán o vasco (ver también aquí) está fuera de los límites de este pequeño artículo. Nos concentraremos específicamente en el daño que el nacionalismo hace a la religión católica.
No es baladí que en España sean hoy día las regiones donde el nacionalismo político tiene más peso aquellas mismas donde la práctica de la Fe es menor, verbigracia, Cataluña y las Vascongadas. Mientras que las tierras catalanas, como el Levante español en general, han padecido un siglo XIX pleno de anticlericalismo en virtud de su afrancesamiento, su liberalismo político (que incluye a los miembros de la Reinaxença) en el País Vasco el asunto es más grave. Sirva de ejemplo que en los años previos al Vaticano II de cada tres Sacerdotes españoles uno era vasco o navarro. Ahora es la primera o segunda región en la gravedad de la crisis de vocaciones religiosas.
No deja de ser curioso que entre los catalanes más insignes de nuestros tiempos existan algunos como el poeta (seglar) Maragall, una de las mayores glorias de la poesía en catalán -y cuya Oda a Espanya constituye uno de los elogios más grandes jamás hechos a la Patria española-; o los religiosos Balmes –insigne expositor de la filosofía católica-, Sarda i Salvany –demoledor crítico del liberalismo- o el Cardenal Isidre Gomá, todos ellos opuestos a cualquier veleidad nacionalista. Que este ilustre elenco de clérigos, cuya ortodoxia ha sido probada, fuera profundamente y simultáneamente catalán y español es algo para reflexionar si se lo compara con la situación actual. El laureado Tercio requeté de Montserrat, corona de los carlistas españoles durante la Cruzada de 1936-1939, de puro catalán que era las vivas a España se daban en este idioma, porque por aquel tiempo aún había muchos que no sabían castellano, lo que no les impedía amar a España hasta morir. Por el contrario, el nacionalismo catalán, un fenómeno relativamente moderno (como el vasco) ha tenido connotaciones anticatólicas desde el principio. Como podía esperarse hoy día, cuanto más modernista el clero catalán, más a favor de la teología de la liberación, más simpatizante de cualquier tipo de rojerío, más a favor de la ordenación de mujeres (sic) y del casamiento de sodomitas (sic), más nacionalista es también.
Los vascos más insignes y universales son aquellos que llevaran el nombre de España a lo más alto. Prácticamente todos los Almirantes de Castilla fueron vascos. En tiempos modernos ni un Unamuno (que siempre intentó creer a pesar de sus heterodoxias semi-existencialistas), un Ramiro de Maeztu, un Víctor Pradera (verdadero sistematizador del pensamiento político tradicional en el siglo XX), un Zubiri (uno de los mejores metafísicos de los últimos 50 años), por no irnos a las artes pictóricas con Zuloaga o a las poéticas como Celaya o a la mejor prosa del siglo XX en España, la del vasco Pío Baroja … y resulta que todos ellos repudiaban el nacionalismo y se sentían profundamente vascos y profundamente españoles, pues evidentemente no hay contradicción entre ello. ¿Se ha planteado alguien cuántos hombres insignes de estas regiones y talla universal son nacionalistas? ¿Cómo es posible esta esterilidad en la excelencia que produce el nacionalismo? ¿No será que la excelencia está reñida con los falsos tópicos del nacionalismo vasco y la fundamental radicación de éste en el odio, como ha señalado Pío Moa?
¿Es pues extraño dado el nulo capital espiritual en que estas dos regiones españolas han devenido que la mínima práctica religiosa de España acontezca en Cataluña, donde ni el 5% de la población es católica practicante? ¿Asombra que la natalidad más baja del mundo y el mayor consumo de drogas per capita de toda Europa occidental acontezca en las bellas tierras vascas? ¿Tiene algo de particular que fuera un autodenominado “católico” (sic) como Jordi Pujol, ex Presidente del gobierno regional catalán el primer político español que abogara por los matrimonios de homosexuales? ¿Extraña pues que fueran el clero nacionalista vasco el mismo que presta el apoyo moral y hasta logístico a ETA o justifique una postura racista, como señala Pío Moa, siendo ETA una organización que se autodefine marxista-leninista y cuyo objetivo es la implantación de una república vasca independiente y comunista, una ideología declarada “intrínsecamente perversa” por el Magisterio? No lo debiera, porque el patrón de comportamiento previo de los nacionalistas vascos y catalanes es obvio: durante la Guerra Civil ambas fuerzas nacionalistas se unieron a los comunistas y demás fuerzas anticatólicas, aun a pesar de que en caso del PNV (Partido Nacionalista Vasco) todavía entonces se autodefinía como un partido católico. Su aquiescencia y tolerancia, cuando no su apoyo (como en el caso de ciertos sectores del nacionalismo catalán) del asesinato de religiosos, sacerdotes y seglares católicos sin filiación política alguna les delata.
Ya decía el irlandés e insigne Padre Malachi Martin, prolífico escritor que fuera asimismo exorcista de la diócesis de Nueva York, que lo malo de los irlandeses era su odio a Inglaterra. Era consciente de que mucho del nacionalismo irlandés, aún partiendo de una justa reivindicación (algo de lo que no todos los nacionalismos pueden presumir), arrancaba desde presupuestos románticos y liberales, lo que al final devenía en odio. Y odio, precisamente, es algo de lo que cualquier católico debe abstenerse. Durante la Cruzada española de 1936-1939 siempre se oía decir a los oficiales carlistas a sus tropas aquello de “disparad, pero disparad sin odio”. Porque la ira es el pecado por excelencia del soldado. Y ni ese, por comprensible que sea, le está permitido al caballero católico. Mucho menos a aquellos sistemas de pensamiento, como los modernos nacionalismos, excluyentes siempre del otro, destructores de la sana alteridad, y en el fondo basados en el odio.
Resulta así lógico que sean liberales agnósticos, incluso liberales más inclinados hacia ese etéreo espacio del centro-derecha, así como otros enemigos declarados de la Iglesia Católica (más o menos taimados), los que defienden a nacionalistas vascos y catalanes. A todos ellos les inspira el odio, el rencor y a todos ellos les justifica –en el mejor de los casos- la ignorancia culpable.

Rafael Castela Santos

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