Permíteme, por favor, que te escriba públicamente. No con
ánimo de crítica, ni tampoco polémico, sino con ánimo de intentar traer algo de
paz a tu atribulado corazón. Y si esto lo hago público es no sólo porque
te veo muy preocupado por el tema de la canonización de Juan Pablo II, sino
porque creo que hay muchas personas a las que este tema les resta paz y les
consume (¡… y no sin buenas razones!). Dicho esto, agradezco que
tomes
la pluma de nuevo. Se te echaba de menos por las tierras virtuales de la
blogosfera, y siempre he apreciado y valorado mucho tus escritos, incluso desde
la discrepancia a veces. Este es un tema que tú has abordado en varias entradas
de tu blog.
Una reciente conversación con un sólido Sacerdote, portador
de un alma sacerdotal ejemplar, me ayudó a comprender ciertos extremos que me
resisto a no compartir contigo y con algunos fieles lectores.
Creo que coincidimos en la opinión que nos merece Juan Pablo
II. No podemos tener simpatía alguna por el ecumenismo salvaje, por momentos
abiertamente sacrílego, que este Pontífice exhibió y propagó. Coincidimos que
no es compatible el ecumenismo con la Doctrina de Cristo, la que se enseñó
siempre. Profundizó él en este socavamiento tremendo de la Iglesia, expresado
mejor que nada quizás en la adulteración de la Misa, muchos de los cambios por
él introducidos en el Derecho Canónico, las traducciones que Juan Pablo II
impulsó de la Biblia o el mismo [Nuevo] Catecismo, tan criticable en tantos
aspectos, por sólo citar algunas tropelías.
San Vicente de Lerins daba como
piedra de toque en su Conmonitorio aquello de «quod ubique, quod semper, quod
ob omnibus creditum est». Evidentemente, salvo que se quiera ser ciego, Juan
Pablo II se apartó en ocasiones de lo que siempre, en todos los lugares y por
todos se creyó. A fin de cuentas la Tradición, ¿qué otra cosa es si no?, es la
solución sin continuidad alguna que nos une a Cristo y sus Apóstoles, al
Depósito de la Fe, prístino y sin adulteraciones. Depósito al cual ése quien
pareciera que, irremisiblemente, va a ser canonizado, no le fue fiel algunas
veces.
Sin embargo no se podrá negar que el tiro que casi le cuesta
la vida en una fecha tan significativa como el 13 de Mayo le hubiera hecho
mártir. Y, por ende, Santo. A él le dispararon por ser el Vicario de Cristo en la Tierra, no por otra cosa. Tampoco te negaré que de lo poquito que me reconcilió
algo (admito que no del todo) con Juan Pablo II fue su teología de la
enfermedad, escrita desde el sufrimiento y, posiblemente, verdaderamente
escrita por él. Porque tenía –reconozcámoslo- unos “negros” que le escribían
sus discursos y sus textos que eran verdaderamente infumables, aunque se
probaron muy terapéuticos con personas que padecían graves trastornos del
sueño. Insisto, no obstante, en lo cerquita que este hombre estuvo del martirio
puro y duro.
Mi punto es que la infalibilidad de la canonización sólo
garantiza que esté en el Cielo (Dios bien puede haber permitido un Purgatorio
comprimido, de más intensidad, por ejemplo … convengamos que al Rey del Tiempo
esto le es posible, por más que no debe de ser particularmente cómodo para
quien lo padece). Cierto que hay discrepancias teológicas en las implicaciones
de la canonización, como se desprende de la lectura de probos varones doctos en
Teología y de no pocos Santos que abordaron este tema, pero insisto que sólo
podemos afirmar con absoluta certeza que la canonización, en lo que de
infalible tiene, sólo nos dice que tal Santo, o tal persona canonizada, está en
los Cielos.
Entre estas discrepancias –no resueltas, y sobre las que la
Iglesia tampoco se ha pronunciado dogmáticamente- está si el sujeto canonizado
es un modelo a seguir. Esto habría que explicarlomás en detalle, pero no quiero alargar innecesariamente esta carta, que tiene un propósito más humilde que el de aclarar dificultades teológicas. Quedémonos en un planteamiento de mínimos: no es
absolutamente cierto que todo Santo sea un modelo a seguir, al menos en todas
sus conductas. En el caso concreto de Juan Pablo II si hubiera que decir en lo modélicamente que aceptó la cruz del
terrible Parkinson que le afligió al final de su vida, yo diría que sí; pero si
las aberraciones que cometió en los encuentros ecuménicos de Asís son
modélicas, evidentemente no. Hay muchos Santos con más contraejemplos en sus vidas que con ejemplos edificantes.
Menos aún se puede sostener que la canonización
canoniza su Pontificado. Ahí está el ejemplo de San Pedro Celestino, un pésimo
Papa, pero Santo a fin de cuentas. Dante Alighieri, que lo tenía más cerca, no
tuvo empacho en meterle en el Infierno. Y creo que en algún lugar más profundo
si del Dante hubiera dependido. Yo, literariamente, me hubiera conformado con dejar algún tiempo más a Juan Pablo II en el Purgatorio. Eso sí, un Purgatorio no acelerado ni comprimido.
De otro lado, y como addenda, se me
antoja también que hubo canonizaciones “dudosas”, como la del Padre Rosmini,
que no conllevaron tantos ríos de tinta en las filas tradicionalistas, como
hubiera sido de esperar. No iremos a decir que Rosmini no jugó peligrosamente
con peligrosas filosofías que extrapolaba a asuntos teológicos. León XIII
condenó más de cien proposiciones de Rosmini, y no está entre las mejores
contribuciones de Juan Pablo II el haberle rehabilitado, por cierto. ¿Por qué
tanto ruido con Juan Pablo II, en menor medida con Juan XXIII o Pablo VI, menos aún con
Escrivá de Balaguer y prácticamente nada con Rosmini? Y se podrían citar otros.
La infalibilidad de las canonizaciones no es un dogma de Fe. Vamos a ver en qué quedan, en los siglos venideros, estos Santos del momento, tan oportunos para infalibilizar lo ininfalizable del misil V2, y no me refiero a la avanzada misilística germana de finales de la SGM. Tan oportunos ... ¡y tan frágiles! Ciertamente, no estoy obligado a seguir a todos los Santos ni a que ni todos, ni ninguno en particular, se convierta en parte sustancial de mi Fe.
Más allá de los puntos hasta ahora sostenidos quiero sacar un
tema más. Un tema, que considero central, en el que no profundizamos quizás
suficientemente. Ni lo ponderamos en la terrible profundidad que encierra. Me
refiero a algo que vivimos, y sufrimos, en estos tiempos: el Misterio de la
Iniquidad. Porque verdaderamente es Misterio … ¡y bien profundo! Entiendo que,
como Misterio, no permite ser aprehendido plenamente por la mera razón. Que su
comprensión se nos escapa. Hay algo de numinoso en todo ello. Este Misterio de
Iniquidad, azote para nuestros racionalistas tiempos, nos obliga a admitir que
hay preguntas para las que no tenemos respuesta. Y, entre ellas, o yo al menos así
lo tengo por tal, ¿cómo es posible que canonicen a Juan Pablo II?
Bueno, lo cierto es que si lo canonizan yo sólo estoy
obligado como católico a creer que está en el Cielo. Entre tanto, aunque me
cueste, acepto que hay preguntas que no tienen respuesta y que me veo un poco –salvando
las distancias- con el mismo estado de ánimo que debieron tener los Apóstoles
cuando desde la distancia vieran a Cristo crucificado, a quienes algunos ya
sabían Dios hasta de manera tangible. Pensemos en Santiago, por ejemplo,
testigo cualificado del Tabor. “¿Cómo es eso posible, cómo es posible que Dios
hecho Hombre pueda ser colgado de un madero de una manera tan ignominiosa?”,
tuviéronse que preguntar por fuerza.
Cristo resucitó. Pero espero que vuelva a poner orden más
pronto que tarde. En su Esposa Mística. Y en este mundo tan podrido y tan
necesitado de Él. Y que este Misterio de Iniquidad acabe. Para que, entre otras
cosas, podamos ver claro. Y, por supuesto, para que Él reine.
Mil años. O puede que bastantes más. O quizás alguno menos.
¿Quién sabe?
Pero en esto último, seguro, sí entraría en polémica
contigo. Lo que ciertamente no es el propósito de esta carta.
Que la Santísima Virgen María en sus advocaciones de Fátima,
Guadalupe y el Pilar te guarden siempre. Y que te traigan Paz, en esto y en
todo.
Tu seguro lector y admirador que te ruega una oración por su
alma pecadora,
Rafael Castela Santos