De férias, retorno à leitura de
Walter M. Miller, Jr., desta feita, da trilogia de contos intitulda “Conditionally
Human” ou, na sua tradução espanhola, “Condicionalmente Humano". Uma vez mais, o
autor da obra-prima que é “A Canticle for Leibowitz” (“Um Cântico para Leibowitz”) não desaponta, manifestando todo o seu talento de escritor em que o
Catolicismo é influência mestra.
Escritos na década de 1950, “Conditionally
Human” (“Condicionalmente Humano”), que dá o nome à trilogia, em 1952, “The
Darfsteller” (“El Darfsteller”), em 1955, e “Dark Benediction” (“Benedicion Oscura”), em 1951, Miller aborda, nos dois primeiros, com notável antecipação
profética as problemáticas do trans-humanismo e também da cultura da morte
(esta última, apenas em “Conditionally Human”), enquanto no terceiro se dedica
ao tema que nele é recorrente da sua decepção com a natureza humana decaída, no
limar de um simiesco que lhe é poupado apenas por causa da redenção cristã.
Em resumo, pode afirmar-se que Miller, muito mais do que um simples autor de ficção científica
(rótulo com que é habitualmente classificado), é antes um grande escritor
e, acima de tudo, um grande escritor católico.
Da tradução espanhola do conto “Dark
Benediction”, por sinal o meu preferido dos três, transcrevo o trecho infra,
com um travo tão “milleriano”:
La oscilación de la puerta le dejó
entrever a Paul un altar iluminado por velas y un austero crucifijo de madera.
También había un mar de túnicas blancas en los bancos, que esperaban la entrada
en el templo del sacerdote que celebraría la misa. Y entonces advirtió
vagamente que era domingo.
Paul regresó al pasillo central y se sorprendió
de ir dirigido a la habitación de Willie. La puerta estaba entornada, y se paró
en seco por temor a que ella lo viera. Pero al cabo de un momento se acercó
hasta que pudo verle la masa de cabello oscuro esparcida sobre la almohada. Una
de las hermanas la había peinado; el cabello se extendía en ondas oscuras,
brillantes a la luz de las velas. Todavía dormía. La vela lo sobresaltó, pues
le evocó un lecho de muerte y la extremaunción. Pero al lado había una revista
ajada; alguien le había estado leyendo.
Se detuvo en la puerta. La observaba respirar
lentamente. Fresca, joven, atractiva, aun con la tosca bata de algodón que le
habían dado, aun con la palidez azulada de la piel, que pronto se volvería gris
como el cielo nuboso en un crepúsculo invernal. Willie movió ligeramente los
labios y Paul retrocedió un paso. Los labios se entreabrieron y mostraron los
dientes filosos y blancos. La cara, tallada con delicadeza, se hundió un poco
en la almohada. La quijada se crispó de golpe.
Una voz extrañamente modulada flotó de pronto
pasillo abajo, un eco de la salmodia del canto gregoriano: Asperges me, Domine,
hyssopo et mundabor… El sacerdote entonaba la misa.
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