El texto completo del
Padre Orlandis, creador de uno de los mejores grupos neotomistas en la España de la primera mitad del siglo XX, se puede encontrar
aquí.
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Fue el día 11 de diciembre de 1925, en los últimos momentos del Año Santo, cuando por su Encíclica Quas primas el Romano Pontífice Pío XI promulgó la institución de la nueva festividad litúrgica de Cristo Rey. Testimonio es ella bien fehaciente de la convicción profunda que inducía al Papa a tomar tal determinación. Esta convicción de la importancia y de la actualidad del acto, se deja bien entrever en el recuento de los antecedentes que lo han ido preparando y con que se abre la Encíclica.
(…) ¡cómo se trasluce en todos los párrafos la angustia paternal del corazón del Vicario de Cristo, al ver al mundo confiado a su tutela cerrar los ojos a la luz a riesgo de irse despeñando cada vez más en la ruina! El Papa alza su voz y no cesa de clamar al mundo descamado que vuelva los ojos a la luz, que sólo acogiéndose al imperio salvador de Jesucristo podrá hallar la vida, la salud, la paz. La Encíclica Ubi arcano, es ciertamente un toque de alarma, pero más que un toque de alarma es un gemido de un corazón de padre, que debiera herir y despertar el corazón de los dormidos.
(…)
Se puede encerrar el pensamiento del Papa en unas pocas proposiciones, cuales son las que se siguen:
1º Sólo en el Reinado de Cristo puede haber paz verdadera y estable. En él sí, fuera de él, no. Y la paz que se promete no es sólo la espiritual de las almas, sino la social y la internacional (Ubi arcano, Quas primas).
2º El Reinado que trae consigo las promesas es el aceptado libremente por los hombres: no el Reinado de mero hecho, ni el Reinado del mero poder (Passim).
3º Por consiguiente entonces reina Cristo en la sociedad, cuando constituida ésta rectamente, la Iglesia, cumpliendo el divino encargo, defienda y tutele los derechos de Dios, ora sobre los hombres en particular, ora sobre la sociedad entera (Ubi arcano).
4º La realización de este ideal, no tan sólo se ha de desear y procurar, sino también se ha de esperar, en cuanto correspondamos al plan divino (Ubi arcano, Quas primas, Miserentissimus Redemptor).
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Cuantas veces habla S. S. Pío XI de la realeza de Cristo, dirige su palabra al mundo actual, al mundo en que nosotros vivimos. No trata del asunto en forma abstracta, en una forma en que cualquier Papa de cualquier siglo hubiera podido hablar al mundo de aquel entonces. Habla para instruir, y persuadir y [466] gobernar a los hombres actuales, y es la suya una verdadera porfía para hacerles comprender la actualidad del tema, para convencerles del interés que tiene aquello de que les habla para el mundo, en que nosotros vivimos y nos movemos. Los males de nuestro mundo son gravísimos. Sólo la aceptación voluntaria del Reinado de Cristo puede remediarlos. Por esto es tan necesario que el mundo inficionado por la peste de los errores contrarios a la soberanía de Cristo, sea instruido, según su capacidad, en la doctrina salvadora, que sepa en qué consiste la soberanía de Cristo, su justicia y su valor.
¿Cuál es esta peste que infecciona las almas? No es otra que el Laicismo. Las Palabras de Pío XI son terminantes:
«Al prescribir al mundo católico, que dé culto a Jesucristo Rey, tenemos en cuenta las necesidades actuales y aplicamos el remedio principal a la peste que ha inficionado la sociedad humana. Calificamos de peste de nuestros tiempos al llamado Laicismo, a sus errores, a sus intentos malvados. No llegó, sabida cosa es, a la madurez en sólo un día. Tiempo hacía que estaba latente en la entraña de las naciones. Comenzóse por negar la soberanía de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden claro es a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta religión natural, par un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la impiedad y del menosprecio de Dios» (Quas primas).
Esta caracterización del malhadado Laicismo peste de nuestra sociedad descubre su próximo parentesco con el liberalismo tantas veces anatematizado, y convence de que o es el mismísimo liberalismo, ni más ni menos, o es el liberalismo llegado a su mayor edad.
¿De esta apostasía social, de esta separación de Jesucristo, qué consecuencias se siguen para la sociedad? S. S. nos lo recuerda a renglón seguido: «Los acerbísimos frutos, tan frecuentes y duraderos, que este alejarse de Cristo individuos y naciones, ha producido, los lamentamos ya en la Encíclica Ubi arcano y de nuevo los lamentamos hoy.» Para no alargarnos más hagamos notar solamente el último de sus amargos frutos que enumera Pío XI: «La humana sociedad trastornada y llevada a la destrucción.»
Así, la negación de la realeza de Cristo es peste, ruina, muerte; el acatamiento de la realeza de Cristo es vida, salud, prosperidad. «Si un día reconocieran los hombres, en su vida privada y pública, la regia potestad de Cristo, no es posible imaginar los bienes, que forzosamente penetrarían todas las partes de la sociedad civil; la justa libertad, la disciplina y la tranquilidad, la concordia y la paz.»
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Pío XI tiene fe, fe viva e inconmovible en la idea de Cristo Rey; para Pío XI la Idea de Cristo Rey, del Reino de Cristo es una de aquellas ideas-fuerza que se abren camino, vencen y avasallan; difúndase esta poderosa idea y ella conquistará al mundo, lo salvará de la ruina y le comunicará la paz verdadera, la paz de Cristo.
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La Realeza de Cristo es en verdad inmutable. La autoridad del Rey eterno no admite ni crecimientos ni vicisitudes; podrá sí ser reconocida por un número mayor o menor de súbditos; podrá ser acatada con mayor o menor perfección; mas los derechos de jurisdicción de nuestro Rey han sido, son y serán en todos los tiempos los mismos.
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El desarrollo de las ideas, aquella descomposición mental que las particulariza y define procede naturalmente del cotejo con otras Ideas, de la combinación con ideas afines, &c. Pero lo más frecuente y normal será siempre que el desenvolvimiento de una de estas ideas pletóricas de sentido, cual es la del Reino de Cristo, no llegue a su plenitud, si no es al rozar con ideas afines, más aún, al chocar con ideas contrarias. Sólo cuando Pueblos y gobiernos, práctica y teóricamente, directa y expresamente, rechazaron y negaron la soberanía de Cristo, ésta apareció fulgurante, fecunda y necesaria, en toda su plenitud y en toda su precisión, en sí misma y en sus relaciones. Ha sido necesario que llegaran los tiempos en que, como dice el mismo Pío XI en la Encíclica «Miserentissimus Redemptor» pueblo y gobernantes han clamado «no queremos que Este, que Cristo reine sobre nosotros»; para que los fieles súbditos de Cristo a conciencia, dándose perfecta cuenta de su acto, respondieran con aquel otro clamor «es necesario que Este, que Cristo reine, venga a nos el tu Reino».
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En el seno del mundo moderno ha logrado su madurez, su perfecto desarrollo y en su seno la lleva el mundo, y así, por más que se aturda y por más coces que tire contra el aguijón, no podrá jamás librarse de las angustias de su conciencia social, cuyo imperativo cristiano pesa sobre él como una losa. Y cuantas más soluciones busque para sus problemas de vida o muerte fuera de la que le ofrece Cristo Rey más sentirá angustias de agonía, más desesperantes serán sus desengaños.
Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los que dominan ofrece al mundo, desplegándola a la vista de todos, la carta magna de su soberanía de amor, de su caridad, de su amor de caridad por cuya falta la sociedad agoniza; y no es verdad que el hombre moderno no pueda entender tal programa, que la doctrina religioso-político-social, que se basa en la soberanía de Cristo sobrepuje la capacidad intelectual del hombre de nuestro tiempo; tan lejos nos parece esto de la verdad que a nuestro humilde entender jamás en ninguna época del mundo han estado los hombres en su generalidad tan preparados como hoy en día para entender la doctrina religioso-político-social, programa del Reino de Cristo.
Verdad es que la ignorancia religiosa es en muchísimos casos poco menos que absoluta; que el más vil materialismo embota muchísimas inteligencias y las ciega para que no puedan ver más allá de la materia; es verdad que el más absurdo escepticismo anula en muchas personas el vigor intelectual y perturba la orientación del pensamiento; es verdad que la frivolidad dilettante desdeña a conciencia el esfuerzo serio, necesario al bien pensar. Confesamos que tales extravíos mentales dificultan enormemente la inteligencia de la doctrina salvadora.
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Un pensador no católico, Berdiaeff, en su conocido libro «Una nueva Edad Media», entrevé los primeros tenuísimos fulgores de un día que ya amanece. Este día no es para él sino un tiempo nuevo en el cual el género humano acatará amorosamente el Reinado de Jesucristo.
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¡La Providencia divina!, ¡las promesas de Paray le Monial!: ¡Reinaré a pesar de mis enemigos! Estas palabras resonaban de continuo en el oído de Santa Margarita. ¿Cómo las entendía la santa? No lo sabemos de cierto. Algo nos dice de ello aquella promesa de Jesús en una de las grandes revelaciones: allí habla con más claridad; allí anuncia que su designio no es otro que la ruina del imperio de Satanás y la implantación en las almas del imperio de su amor.
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Y S. S. Pío XI declara en su Encíclica «Miserentissimus Redemptor» que al instituir la fiesta de Cristo Rey se propuso dar complemento a lo que iniciaron los fieles en sus actos de consagración al Corazón de Jesús y afirma solemnemente que la celebración de la fiesta es, si, una proclamación de la Realeza de Cristo, pero además es un anticipo de aquel día venturoso en que el universo entero espontánea y libremente prestará su obediencia al Reinado suavísimo de Jesús.
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Ramón Orlandis, S.I.
(RCS)