Con la única teología inglesa con la que me quedo es con la del Cardenal Newman. Y con ese otro Cardenal, Manning, que siempre me fascinó. Las comemierdeces de medio pelo de anglicanos y metodistas (salvo el movimiento de Oxford, que siempre pareció cuando menos interesante) me dejan con viento fresco. Hubiera querido ir a Misa en alguna parroquia de irlandeses emigrados a principios de siglo en Glasgow. Quizás incluso en la desolación de East London. Siempre me dijeron mucho más estas cosas que las ceremonias anglicanas, tan suntuosas como vacías, que presencié en la Catedral de Peterborough o en la no menos bella de Wells.
Con la única política británica que me quedo es con la de TS Elliot (anglicano de la High Church de acepción, católico de corazón). Con esos tibios de los “Tories”, advenedizos de los “Whigs”, con esos hijos bastardos de los “levellers” y los “diggers” que son los laboristas, no tengo nada que ver. Ni me interesa.
Esos gustos y regustos por esos tipejos como Lord Disraeli (conservador) o por JS Mill (utilitarista) me traen bastante al pairo. Wilson me parece artificialmente ensalzado y de sujetos como la Thatcher, Blair o Cronwell prefiero ni hablar. Me dan demasiado asco.
Sigo pensando que Rommel era infinitamente mejor que Montgomery, que Wellington no fue un gran estratega. Admiro a Nelson, profundamente, sin duda alguna un genio. Por cierto (curioso), también católico. Y a mi militar y Rey favorito de Inglaterra, Alfred the Great, en cuyo Wantage natal se me quedaron ancladas tantas memorias.
Con la única manera de ver la vida (that, by the way, shaped me indeed!) es con la de Chesterton (converso al catolicismo). Esa manera impuesta por la BBC, por las “soap operas”, por el Ikea y el Tesco’s donde la gente parece pasarse el fin de semana en una orgía consumista; por la la fealdad en una palabra, me horroriza.
Con la única historia con la de Belloc (católico de cuna). De los mentirosos, los Prestons de este mundo, que Dios nos libre; para escupirles y no olvidarles.
Y la única literatura inglesa de ficción de estos últimos tiempos, que también parecen ser tiempos últimos, es la de Tolkien. A toda su legión de mediocres imitadores y al Harry Potter de marras, que se los metan por donde les quepan.
También me gustan Benson y Waugh (que eran católicos, y de pro). Y Dickens, Yates, Joyce y Wilde, de quien Joseph Pearce escribiera una biografía tan desveladora como reveladora. Y estos últimos eran descreídos o no eran católicos, ciertamente. También es verdad que eran de otro tiempo. Nada tiene que ver esta gente con los Huxley y los Shaw de este mundo.
No me acaba de convencer el Imperio británico, estructura primariamente comercial y –mucho me temo- poco civilizadora a juzgar por los resultados. Ni al Cardenal Newman, ni a Benson, ni a Chesterton, ni a Belloc, ni a JRR Tolkien ni a muchos otros hombres sensatos les hacía tampoco ninguna gracia el Imperio Británico. Será que todavía estoy fascinado por la obras histórica de Roma y por esas dos hijas suyas, continuadoras d ela tradición maternal: Portugal y España. Y, sin embargo la Inglaterra monástica, la Britannia evangelizada por José de Arimatea, me fascinan. Me fascina que hubiera más monjes y monjas por milla cuadrada en Inglaterra que en ningún otro país de la Cristiandad, ahora llamada Europa.
Puestos a escoger prefiero a los “Old Labour” que a los “New Ones”, a los back-benchers que a los “spin-doctors”. A los Lores que a los Comunes. Y a Charles Dickens, que se enfrentó en la Casa de los Comunes a Mill y lo trituró vivo en defensa de la causa de la Confederación. Prefiero los Parlamentos medievales y la Magna Carta a las insidias de los malditos “round-heads”. Prefiero a los Stuarts que a los Hannover.
Evidentemente la Inglaterra que me interesa es aquella del Medioevo. La que fue capaz de parir a todos los mártires y santos de la Reforma inglesa, como a Santo Tomás Moro o a San Edmund Champion. La Inglaterra que nos dio los ejemplos imborrables de un San Eduardo o a un Santo Tomás Cantuariense, de dicen por mi tierra, también de Canterbury. Los apasionados textos místicos de Juliana de Norwich. El paisaje poblado de monasterios por doquier, en vez de las Logias y toda su pervasiva simbología. Prefiero la Inglaterra rural a la urbana, York a Londres y Bath a Birmingham.
Prefiero a la Inglaterra romana y anglosajona y la de los normandos que esa otra que se aliaba con los holandeses y con los alemanes para laminar la Cristiandad. La Inglaterra que enviaba a sus caballeros a la Cruzada de Occidente contra los musulmanes frente a la otra que intentaba robar y usurpar a la Cristiandad. La Inglaterra de los santos y mártires que, siendo luminosísima, tiene poco de iluminada. Ni el primer Imperio Británico “de su Majestad” ni este segundo de los hijos de Nueva Inglaterra me llaman la atención. Estos son poco luminosos ambos, pero ciertamente bien iluministas.
La Inglaterra de hoy sirve otros intereses. En tiempos pretéritos fue designada por la Santa Sede como “Mary’s Dowry”, lo cual la hace junto con Portugal y España una tierra eminentemente mariana por excelencia. Hoy es una tierra cuyos habitantes exhiben una pasmosa irreligiosidad.
Y frente a este estado de cosas presente y pretérito prefiero agarrarme a esa profecía privada de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, quien no cesaba de maravillarse en la visión que tuvo de la restauración y regeneración católicas de Inglaterra. Así sea.
Rafael Castela Santos
sexta-feira, setembro 09, 2005
La Inglaterra que yo amo
Publicada por
Rafael Castela Santos
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sexta-feira, setembro 09, 2005
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