Em remate ao artigo “Lex dubia non obligat”, de autoria de Roberto de Mattei, já publicado neste espaço, deixo abaixo uma
reflexão do Padre Castellani sobre a obediência, a qual constitui uma autêntica e preciosa obra-prima do pensamento católico tradicional hispânico, que continua a ter
total aplicação aos dias que vão correndo. Vale mesmo a pena lê-la integralmente! Como de costume, os destaques são de minha autoria.
***
La "santa obediencia" es una gran
virtud. Pertenece al género de las virtudes morales, que se discute si en el
cristiano son infusas o no son infusas; y a la especie de la virtud de la
"Religión"; al cuarto mandamiento, Primera Tabla; deberes para con
Dios, y no para con el prójimo: los padres representan a Dio
(...)
No hay que confundir la obediencia con la
paciencia. Tener que hacer cosas absurdas por fuerza, no es obediencia sino
paciencia. Y si se acaba la paciencia (porque la paciencia se acaba, algunas
veces depende incluso de las fuerzas físicas), surge una singular especie de
"desobediente".
De la santa obediencia (del poder de hacerse
obedecer) se puede abusar, como de cualquier otra cosa. Si no existieran hoy
día abusos, no solamente históricos (como nos consta), sino también teóricos de
la santa obediencia, no nos meteríamos en este espinoso tema.
"¡Calla, calla, tapa, tapa!" Hay
tiempos de callar y tiempos de hablar. O somos o no somos teólogos...
periodistas.
Es conocida y famosa en la literatura ascética
la Carta de la Obediencia, de San Ignacio de Loyola. Es una especie de
tratadito apologético de esta virtud a los Estudiantes Jesuitas de Coimbra,
impregnada de una vehemente exhortación. Escrita por Luis de Polanco, género
retórico, sin errores teológicos, por supuesto, pero sin la teología completa
de esta virtud; la cual no era su fin, desde luego. No es un escrito
"científico", sino oratorio, exhortatorio.
Con ejemplos, ponderaciones y discursos trata
de la excelencia de esta virtud, a la cual llama "ciega"; y da medios
para practicarla. No está aquí la decantada frase perinde ac cadaver, aunque sí
la comparación con el bastón de hombre viejo, de tanta menta. Dice que la
obediencia es una virtud que trae consigo a las otras, las imprime y las
conserva; que el que la posee a la perfección está en estado de perfección
evangélica; que se apoya en la virtud teologal de la fe y se le parece. Todo
esto es verdad incontestable.
Mas la "carta" no define el fin
específico de la virtud de la obediencia, su esencia filosófica, ni su
dependencia de las otras virtudes. Apunta si de paso, sin explicación nada, sus
topes extremos, que son el absurdo y el pecado; vale decir: no se puede
obedecer en lo que es ilícito; y no puede haber "obediencia de
entendimiento" delante de algo manifiestamente falso.
Notemos de paso que la expresión
"obediencia de entendimiento" es metafórica y no exacta. La
obediencia es una virtud de la voluntad y su sujeto no puede ser el
entendimiento. "Obediencia de entendimiento" sólo puede significar
obediencia en la que (por justas razones o sin ellas) se suspende el ejercicio
del entendimiento. En suma, la voluntad puede hacernos cerrar los ojos; pero no
puede hacer que veamos árboles azules o ranas con pelos, a ojos vistas.
No es necesaria ni es posible esta carta
(mediocre y tosca en su teología, pero correcta en puridad) para explicar los
abusos actuales de la santa obediencia, a que nos referimos arriba: basta para
ello la pícara condición humana, y el apetito de mandar, tan fuerte en el
hombre como los otros apetitos; y aún más fuerte a veces en los que han
renunciado (mal) a otros apetitos -en virtud de la "ley de
compensación". Hay casos en que la perra de la lujuria, echada por la
puerta, vuelve sigilosamente por la ventana...
El abuso no procede de aquí, como estiman
Chesterfield, Huxley y otros muchos; pero es posible que el abuso una vez
existente haya encontrado punto de apoyo en la unilateralidad del documento, en
su incompletud teológica, su exageración encomiástica y sus ejemplos
simplistas, que si no son tomados cum mica salis, pueden hacer concluir
erróneamente. Es sabido que toda práctica (viciosa o no) tiende siempre a
hacerse su teoría o a tomarla prestada en cualquier parte.
La práctica viciosa con respecto a la
obediencia religiosa se podría resumir en estas proposiciones teóricas-falsas:
- La obediencia es la principal de las
virtudes.
- La obediencia suple a las otras virtudes.
- La
obediencia suple, por ende, a la conciencia; se puede abandonar la propia
conciencia (y es fácil, cómodo y seguro) en manos ajenas.
Esto es falso y llevaría a una monstruosidad;
a la obstrucción de la espontaneidad vital del hombre y, por tanto, de toda
moral; y a la substitución, por lo jurídico y lo mecánico, de la vida interior,
propia de cristianismo. Cristo liberó la conciencia humana del yugo
insoportable de la religión exterior y formalista del fariseo; nos liberó de
"la Ley", como repite hasta el cansancio San Pablo.
Santo Tomás advierte (y es obvio) que el
hombre está obligado a consultar su conducta con su propia razón; pues no será
por la conciencia de otro que será juzgado por Dios, sino por la propia.
Abandonar y suprimir el ejercicio de la propia razón en cuanto a lo más
importante de la vida, la propia conducta moral, sería una mutilación y un
crimen -lo mismo que sacarse los ojos-, si es que fuera posible físicamente
extirpar la propia conciencia del todo.
No dice esto la "carta" ciertamente;
pero no se puede negar que sus expresiones místicas y ponderativas tiran hacia
allá y dan asa a la interpretación que Pascal, Chesterfield y Huxley le dan, de
donde salió la vulgar calumnia contra los jesuitas, de "suprimir la
personalidad humana". Demasiadamente preocupado por reducir al súbdito que
obedece a poco, Polanco olvida al superior que manda demasiado.
Pero mandar
demasiado existió mucho antes que esta carta: siempre. Es una acariciada
tendencia de la condición humana, la voluntad de poderío. Hay tres tipos de
esos hombres que los españoles llaman mandamás: el inepto, el prepotente y el
perverso.
Hay hombres que abusan de la autoridad, por lo
mismo que tienen poca, como esos hombres sexualmente débiles que son
extremadamente salaces. Teniendo pocos dones de mando, pocas luces o poco
prestigio o poca energía y constancia, en suma, poca aptitud nativa, y estando
(indebidamente, por cierto) en puesto de autoridad, para mantenerla no tienen
más remedio que exagerarla, haciendo alcaldadas, como dicen; y levantando mucho
la voz en el Ordeno y mando. ¡El sargentón! El temor de no ser obedecidos o la
semiconciencia de no merecer el mando, los hace mandones. Son más ridículos que
temibles: el "comisario de campaña" puebla los sainetes argentinos.
El segundo tipo es más de temer, el
prepotente. Ha sido ganado por el deleite de imponer su voluntad, que es un
deleite como cualquier otro, y aún mayor que otros. Hay religiosos que por el
hecho de haberse encerrado y haber renunciado a la mujer, se estiman ya libre del
todo del mundo y sus pasiones: algunos de ellos caen en las pasiones
espirituales, que son más peligrosas que las carnales -sobre todo cuando no han
purgado a fondo (por la noche obscura) la raíz de las carnales. A algunos, las
renuncias que han hecho les han dejado en el fondo una cicatriz, y a veces una
verdadera úlcera de ressentiment; que busca sigilosamente
"compensaciones"; y las halla. El poder corrompe siempre a aquel que
lo desea; este hombre convierte a su prójimo en instrumento, y, por tanto, deja
de ser su hermano. La angurria del mando, la sensualidad del poder, es una
pasión tan peligrosa y más grave que la otra sensualidad; pero vaya usted a
contar esto a uno de estos mandamases cuando ya se ha encaprichado y ha
comenzado a endiosarse. El gusto de meterse en la vida y la persona del
prójimo, de ser juez de sus actos y aun pensamientos, de cortarlo a la propia
medida, de recoger la gloria del trabajo y del valer ajeno, de sentársele
encima a uno que vale más que nosotros, se vuelve una pasión devoradora, que
fácilmente se ciega y se ignora a sí misma, disfrazándose. Este mandamás todo
lo hacer por Dios, por la Iglesia y por la Orden...
"Los Calzados (de aquel tiempo) -escribe
San Juan de la Cruz- están tocados del vicio de la ambición, mas todo lo que
hacen lo coloran de religión y celo del servicio divino: de manera que son
incorregibles."
De esta pasión nacen los manejos por
mantenerse en el poder, el ocultar fracasos, la simulación, el compadrazgo y el
rasque con los otros sarnosos, las camarillas, la animosidad a los que pueden
oponerse o simplemente ven claro; los informes falsos, la intriga, la mentira y
la venganza; destrúyese como consecuencia inevitable la fraternidad y después
toda caridad, incluso la simple convivencia.
La pasión del mando conduce a la perversidad:
el tercer tipo de hombre que abusa de la autoridad es el perverso, el que
destruye para tener la sensación de que él es dueño, de que él es más, es
decir, en el fondo, de que es Dios: porque es el vicio capital de la soberbia
lo que está aquí en el fondo. El gran caractólogo Klagues, en su penetrante
estudio acerca de la perversidad, caracteriza al perverso como una
"voluntad pura", un querer por querer, una monstruosa adjudicación
del prójimo al propio capricho, solamente por ser capricho mío:
La maté porque era mía...
Y si ella renaciera
Otra vez la mataría...
Eso se ha visto; y no sólo por desgracia en el
pobre gitano de la copla; esa ebriedad de la voluntad propia que únicamente se
nutre ya de sí misma, que llega hasta la voluptuosidad de destruir, lo cual es
perversidad; por la sencilla razón de que el destruir algo es el supremo acto
de dominio. Los asesinatos repetidos y sin motivo alguno de los perversos
clásicos, de un Jack-the-Ripper y un Bela Kiss -para no hablar de un Tiberio-,
tienen en el fondo esta pasión llevada a la locura; pero existe mucho más
frecuente el tipo "negativo", el funcionario destructor, que odia a
todo lo que sobresale y siente un sordo rencor a la vida -"dolor del bien
ajeno", como definen a la envidia. Es sabido que la ley del tirano es
abatir toda cabeza que sobresalga. Haec lex tiranni est: onme excelsum in regno
cadat.
"La envidia es la roña de los
claustros" -dijo Unamuno-; mas cuando la envidia existe en los claustros,
sobre todo esa envida general del "lebenracher" -que dice el alemán-,
es mucho peor que una roña. Afortunadamente no existe, sino por excepción,
según creemos.
Bastan estas ligeras indicaciones acerca de
los tres tipos de "mandamás", el sargentón, el prepotente y el
tirano, para comprender lo que vuelve a la "santa obediencia" una
cosa non sancta, y la destrona de su categoría de virtud y de perfección
humana, convirtiéndola en un "instrumento", que puede llegar a ser
instrumento de muerte.
La pobre Carta de la Obediencia, como dijimos,
no puede haber sido causa de esta desviación tan grande, carece de toda
proporción con ella; sería un absurdo manifiesto creerlo. Mas bien, es
plausible que haya sido ella misma un efecto del entronizamento en Occidente
del "hombre prometeico" sobre el "hombre yoanneo" -que
diría Schubert-, que suelen marcarlo como visible en este mismo tiempo, en el
Renacimiento; es decir, el entronizamento de la acción sobre la contemplación,
del derecho sobre la caridad, de lo exterior sobre lo interior en la
cristiandad; la devoración de lo psicológico y lo personal, por lo jurídico, lo
legal y lo automático -la "juridicidad" eclesiástica, los códigos,
reglamentaciones y edictos excesivos substituyendo a las relaciones flexibles y
humanas de la amistad; la burocracia impersonal e impasible en el gobierno de
la Iglesia. "No os llamaré siervos, sino amigos" -dijo Cristo.
Sea ello
como fuere, la cuestión es que la obediencia es una virtud moral, que sólo
puede permanecer virtud en el ámbito de la caridad y en acuerdo con la
prudencia. La virtud cardinal de la prudencia regula todas las otras; la virtud
teologal de la caridad las inicia y las corona. Sin esto no hay virtud
verdadera, sino simulacros de virtudes; las virtudes no-donantes que odió
Nietzsche.
No sería virtud alguna obedecer a un loco,
evidentemente: como no lo es dejarse guiar por un ciego. Ponemos el caso extremo
para que se vea lo que queremos decir. Si el loco tiene el poder y puede
castigarme, me someteré para evitar mayores males, si acaso, pero eso no es
virtud de obediencia. Es el caso que dice el hijo de Martín Fierro:
Dice creo
San Francisco,
O quizá fue
Sancho Panza,
Esta
notable alabanza:
Que un
superior bueno es ángel,
Pero un malo es semejante
A un loco con una lanza.
Prudencia
es la recta regulación de lo por hacer; es la percepción de medios y fines. Si
un medio no es apto para un fin, ni la autoridad del superior ni la
"obediencia" (o sumisión) del súbdito cambiarán la naturaleza de las
cosas, a la cual respeta siempre la prudencia. La obediencia versa siempre
acerca de medios, no de fines. Entonces es el caso de manifestar su error al
superior (cuando hay verdadera convivencia) o bien substituir el medio indicado
por el medio apto, lo cual se llama interpretar la voluntad del superior..., lo
cual supone a su vez que el superior fue sincero.
(...)
Y éste es el otro caso en que no funciona más
la obediencia, ni puede ser virtud, cuando no existe el ámbito y la atmósfera
de la caridad, por lo menos en su grado mínimo. Rota la convivencia, luego no
se puede hablar de obediencia.
Obedecer a
un enemigo sería locura; porque un enemigo tira a destruirme. Sería suicidio.
De modo que cuando surgen en un claustro oposiciones, animosidades personales y
rencores -que pueden llegar al odio profundo-, hablar de obediencia o
desobediencia es el cuento del tío. Lo peor para las víctimas de estas
situaciones es que no surgen ellas de golpe, ni son claras al instante, sino
que "devienen". Después de pasadas se ve claro; pero mientras
devienen, la perplejidad de conciencia es una gran tortura, sobre todo para una
conciencia delicada -porque la Iglesia tiene el poder de obligar "en
conciencia", poder tanto más fuerte cuanto más fe y amor tiene el
obligado. La tortura de la perplejidad de conciencia - the divided soul de los
psicólogos -, es una de las peores que existen, dice Juan de la Cruz.
(...)
En resumen,
esto es teología elemental, y aun puro buen sentido: la virtud de la obediencia
no puede existir sino dentro de la caridad y junto a la prudencia. La caridad
es el núcleo central del cristianismo -amar a Dios y amar al prójimo- y debe
iniciar, acompañar y coronar todas las virtudes. Lo malo en el fariseísmo -que
es substracción de la caridad- es que conserva las formas y las palabras de
ella. "Extreme todos los recursos y finuras de la caridad, y después impóngale
el precepto" -oímos decir una vez. El precepto era imposible e inhumano;
pero se extremaron todos los recursos y finuras de la caridad: después se
aplastó al tipo por "desobediente". Esto es una cosa muy seria dentro
de la Iglesia; es peor que un crimen. Es el pecado contra el Espíritu
Santo.
Padre
Leonardo Castellani, in “El Ruiseñor Fusilado”, Buenos Aires, Ediciones Penca,
1975 - páginas 29 a 36.