Ao ver esta passagem de Jacques Maritain citada pelo Padre Júlio Meinvielle no seu livro "De Lammenais a Maritain", datado de 1945 e publicado em Buenos Aires, lembrei-me de quantas vezes é que já ouvi este tipo de discurso a figurões da Igreja modernista, cujos nomes nem sequer vale a pena referir, de tão conhecidos que são de todos:
"No es acordando a la Iglesia un tratamiento de favor, y buscando atársela con ventajas temporales pagadas con el precio de su libertad, como la ayudaría más el Estado en su misión espiritual, es pidiéndole más, - pidiendo a sus sacerdotes ir a las masas, juntarse a su vida para derramar en ellas el fermento del Evangelio, y para abrir los tesoros de la liturgia al mundo del trabajo y a sus fiestas -, y pidiendo a sus órdenes religiosas cooperar a la obra de assistencia social, de educación de la comunidad civil, y a sus militantes laicos y a sus organizaciones de juventud ayudar el trabajo moral de la nación y desarrollar en la vida social el sentido de la libertad, y de la fraternidad".
Responde Julio Meinvielle:
"Este modo odioso de presentar el problema, proprio de la hipocresía impía de los enemigos de la Religión, es corriente entre los liberales católicos desde los tiempos de Lamennais. Es evidente que la Iglesia cuando reclama el reconocimiento de sus divinos derechos no exige "un tratamiento de favor" y mucho menos exige para sus ministros una "situación social y política privilegiada", que está fuera del ambiente de una época. No exige sino la conformación de la vida individual, familiar, profesional, social y política a las normas de la misma Iglesia, contenidas en el Derecho Canónico y explicadas por el magisterio de los Romanos Pontífices. Que la educación de la juventud se realice cristianamente, de acuerdo a la "Divini illius Magistri" de Pio XI; que el matrimonio y la familia se conformen a la "Casti Connubii"; que los problemas del trabajo y del orden económico se ajusten a las enseñanzas de la "Rerum Novarum" y de la "Quadragesimo Anno"; que el derecho y la vida pública de los pueblos se desarollen en armonía con las grandes directivas enunciadas en el "Syllabus", en la "Inmortale Dei", "Libertas", "Quas Primas" y demás enseñanzas de Magisterio eclesiástico.
Estos Derechos que reclama la Iglesia son simplesmente los derechos de la verdad necesaria para la felicidad eterna y temporal de los hombres. Y como el sacerdócio católico es su depositário auténtico, su reconocimiento comportará asimismo el lugar de preeminencia social que le ha de corresponder en la ciudad cristiana. Porque si la ciudad ha de conformarse a las enseñanzas cuya custodia confió Dios al sacerdote, cómo impedir que ocupe en ella el primer lugar? Lugar de preeminencia que si no es ocupado por el sacerdote, a quien por derecho divino le corresponde, lo será por el periodista, o por el financista internacional o algún otro agente de disolución social".
"No es acordando a la Iglesia un tratamiento de favor, y buscando atársela con ventajas temporales pagadas con el precio de su libertad, como la ayudaría más el Estado en su misión espiritual, es pidiéndole más, - pidiendo a sus sacerdotes ir a las masas, juntarse a su vida para derramar en ellas el fermento del Evangelio, y para abrir los tesoros de la liturgia al mundo del trabajo y a sus fiestas -, y pidiendo a sus órdenes religiosas cooperar a la obra de assistencia social, de educación de la comunidad civil, y a sus militantes laicos y a sus organizaciones de juventud ayudar el trabajo moral de la nación y desarrollar en la vida social el sentido de la libertad, y de la fraternidad".
Responde Julio Meinvielle:
"Este modo odioso de presentar el problema, proprio de la hipocresía impía de los enemigos de la Religión, es corriente entre los liberales católicos desde los tiempos de Lamennais. Es evidente que la Iglesia cuando reclama el reconocimiento de sus divinos derechos no exige "un tratamiento de favor" y mucho menos exige para sus ministros una "situación social y política privilegiada", que está fuera del ambiente de una época. No exige sino la conformación de la vida individual, familiar, profesional, social y política a las normas de la misma Iglesia, contenidas en el Derecho Canónico y explicadas por el magisterio de los Romanos Pontífices. Que la educación de la juventud se realice cristianamente, de acuerdo a la "Divini illius Magistri" de Pio XI; que el matrimonio y la familia se conformen a la "Casti Connubii"; que los problemas del trabajo y del orden económico se ajusten a las enseñanzas de la "Rerum Novarum" y de la "Quadragesimo Anno"; que el derecho y la vida pública de los pueblos se desarollen en armonía con las grandes directivas enunciadas en el "Syllabus", en la "Inmortale Dei", "Libertas", "Quas Primas" y demás enseñanzas de Magisterio eclesiástico.
Estos Derechos que reclama la Iglesia son simplesmente los derechos de la verdad necesaria para la felicidad eterna y temporal de los hombres. Y como el sacerdócio católico es su depositário auténtico, su reconocimiento comportará asimismo el lugar de preeminencia social que le ha de corresponder en la ciudad cristiana. Porque si la ciudad ha de conformarse a las enseñanzas cuya custodia confió Dios al sacerdote, cómo impedir que ocupe en ella el primer lugar? Lugar de preeminencia que si no es ocupado por el sacerdote, a quien por derecho divino le corresponde, lo será por el periodista, o por el financista internacional o algún otro agente de disolución social".
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