Si ha habido un autor que ha sido capaz de señalar con una claridad meridiana los errores del Vaticano II (V2), éste ha sido el italiano Romano Amerio. Profesor de Lenguas Clásicas, con una formación filosófica excelente de sabor rosminiano, Romano Amerio plasmó en los últimos años de su vida el análisis más certero y penetrante de los cambios teológicos y filosóficos - titulado Iota Unum - operados por la caterva de Obispos y sus secuaces favorables a los cambios del V2. Iota Unum, inicialmente en italiano, ha sido traducida a varios idiomas. La versión inglesa va ya por su cuarta o quinta edición. La francesa por la tercera y la española por la segunda, lo cual es de todo punto notable en un libro de esta clase. La versión en español (una excelente traducción) se puede encontrar todavía a través de la editorial CriterioLibros, un proyecto que tiene en su haber un excelente elenco de títulos. También publica esta editorial el volumen del mismo autor Stat Veritas, que no tiene desperdicio. No tengo noticias de su traducción al portugués, pero quizás alguno de nuestros exiguos y amables lectores me pueda indicar si esta obra maestra ya ha sido vertida a la lengua lusa.
Centrémonos hoy en una serie de frases espigadas sobre el capítulo que dedica al divorcio. Decía San Agustín que “a fuerza de verlo todo acaba uno por acostumbrarse a todo”. Hoy día el divorcio es una costumbre tan implantada que apenas se cuestiona su naturaleza y licitud. Sí se habla, y mucho, de sus consecuencias. La incongruencia de la sociedad arreligiosa en que vivimos es tal que, por parafrasear a Don Juan Donoso Cortés, “levanta altares a las causas y cadalsos a las consecuencias”. Se bendice el divorcio por parte de una sociedad que ha perdido ya cualquier sentido del derecho natural y luego se lamentan las consecuencias, terribles –especialmente para los hijos- que el divorcio acarrea.
Dejemos que sea Romano Amerio quien explique con pluma más autorizada la verdadera dimensión del divorcio:
“[…] La enemistad del Estado moderno hacia la Iglesia no había llegado jamás a la impugnación del derecho natural, cuyo principal custodio es la Iglesia.
[…] El estupor ante tal innovación disminuye si se consideran las declaraciones de algunos Padres del Vaticano II en favor de la disolubilidad del vínculo. Eran obispos de la Iglesia Oriental, sujetos al influjo de la disciplina matrimonial de la Iglesia ortodoxa. Ésta admite el divorcio en diversos casos, entre los cuales está la culpa del cónyuge que conspira contra el Estado. El Card. Charles Journet dejó bien claro en la CXXXIX sesión del Concilio (OR, 1 de octubre de 1965) de qué manera esta disposición indulgente de la Iglesia ortodoxa depende históricamente de su servidumbre política respecto al Imperio bizantino y al Imperio zarista. La intervención era una respuesta a las sugerencias de Mons. Elia Zoghbi, vicario patriarcal de los Melquitas en Egipto, para que se disolviese el vínculo entre el cónyuge injustamente abandonado y el cónyuge culpable. Habiendo provocado esta sugerencia un desmesurado alboroto en la asamblea y en la prensa, el prelado consideró su deber declarar en una posterior intervención en el Concilio que proponiendo esa dispensa él no pretendía derogar completamente el principio de la indisolubilidad (OR, 5-6 octubre 1965). Pero la réplica es obvia: no basta mantener verbalmente una cosa, si después se pretende hacerla coexistir intacta con otra cosa que la destruye.
[…] El abandono de la doctrina no es obviamente profesado como tal, sino propuesto como una variación de la disciplina y no del dogma, y como una solución pastoral. […] Pero después, con la sofística propia de los innovadores, se viene a decir: ‘En la Iglesia católica se encuentran casos de una injusticia verdaderamente sublevante, que condena a seres humanos cuya vocación es vivir en el estado común del matrimonio y a quienes se les impide (sin que haya falta por su parte y sin que puedan, humanamente hablando, soportar durante toda su vida ese estado anormal)’.
A los argumentos del Patriarca se opone la perpetua tradición de la Iglesia, y desde un punto de vista teórico toda la dogmática católica. No nos extenderemos sobre el método bustrofédico propio de los innovadores, que caminan en un sentido concediendo vocalmente la indisolubilidad, para después volverse en seguida en sentido opuesto afirmando la disolubilidad, como si pudiesen coexistir los contradictorios. […] Se rechaza implícitamente la diferencia entre sufrimiento e injusticia, alegando que el cónyuge inocente padece por culpa de la Iglesia un dolor injusto. Aquí resulta implicada toda la teodicea, aparte de la doctrina católica del dolor.
La injusticia es evidente por parte del cónyuge que ha roto la comunión, pero el Patriarca considera que existe también injusticia por parte de la Iglesia; Ésta, por no mantenerse menos fiel al principio evangélico que al derecho natural, no se arroga la capacidad de evitar ese dolor. Ella castiga al cónyuge culpable de la injusticia, privándole por ejemplo de la Eucaristía e infligiéndole otras disminuciones de sus derechos, pero no hace prevalecer jamás el bien eudemonológico sobre el bien moral y la ley. Más bien la base del cristianismo es la idea del Justo sufriente, y la religión no promete la exención del dolor terrenal, sino del dolor en la otra vida: introduce al dolor en un orden integrado por la vida presente y por la futura, en una visión esencialmente sobrenatural. La posición del Patriarca es naturalista. Según la fe, Dios no conduce las cosas del mundo de modo que los buenos obtengan el bien mundano en el mundo, sino de modo que obtengan al final todo bien de quien es Todo-el-Bien.
La Iglesia no tiene por fin peculiar la supresión del dolor. […] Los hombres deben trabajar para evitar y sancionar la injusticia, pero todos están expuestos a ella independientemente de su estado moral. Los hombres sufren porque son hombres, no porque sean personalmente malvados. No entro en el discurso teológico que demuestra que todo mal humano depende del pecado original. La religión no se escandaliza por el sufrimiento del justo y no ve en ello una injusticia; lo contempla dentro del orden total del destino y asociado siempre a un sentimiento prevalente de alegría que proviene de la esperanza de la inmortalidad feliz: ‘feliciter infelices’, según la fórmula de San Agustín con resonancia de textos paulinos. Sin embargo el mencionado patriarca considera que el dolor es una injusticia, en vez de experiencia de la virtud, participación con Cristo, y purificación y expiación por los pecados propios y ajenos; y además traslada la responsabilidad de la injusticia desde el culpable hasta la Iglesia inocente.
La teoría matrimonial de Maximos IV pone en cuestión la teodicea misma de la religión católica, según la cual en cualquier situación en la que se encuentre el cristiano en el mundo, ni la injusticia de los hombres ni el dolor inferido por la naturaleza pueden jamás perjudicar a su salvación eterna y al cumplimiento del fin para el que ha sido creado. Esta difícil verdad está fundada inmediatamente sobre la trascendencia del fin y sobre la inconmensurabilidad del mal eudemonológico (el dolor) respecto al bien moral (la virtud), aparte de sobre la inconmensurabilidad de los padecimientos terrenales respecto a la recompensa del más allá. Son célebres los pasajes de San Pablo: ‘non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam’ (Rom. 8, 18) y ‘quod in praesenti est momentaneum et leve tribulationis nostrae supra modum in sublimitate aeternum gloriae pondus operatur in nobis’ (II Cor. 4, 17). Es en realidad el contrapeso que hace el infinito a toda cantidad finita. El Patriarca hace en cosas de fe un discurso puramente humano (humanamente hablando), descuidando el dogma de la Gracia, según el cual es posible apud Deum lo que es imposible apud hominis, como enseña Cristo en Mat. 19, 10 y 26, precisamente in re conjugali. […]
La reserva expresada con la fórmula humanamente hablando es una invención de los Iluministas, que fingían corregir sus afirmaciones contrarias a la religión alegando hablar sólo humanamente. Pero la distinción planteada por el Patriarca es vana y nula. Quien cree en una religion sobrenatural no puede hablar jamás solo humanamente; o, si se quiere, puede hablar así, pero hipotéticamente, no téticamente: ad personam, no ad rem. No hay tres tipos de sentimientos: los justos, los injustos, y los humanos; y no hay tres tipos de juicios: los verdaderos, los falsos, y los humanos. Esta tercera categoría tiene gran importancia en el habla coloquial, pero carece de consistencia. Todo sentimiento es justo o injusto, y todo juicio es verdadero o falso. Todo el pensar y todo el querer humanamente se reduce por necesidad a una o a otra de estas clases. Finalmente, la posición de Maximos IV da origen a un humanismo incompatible con la doctrina católica. La religión no conoce término medio entre lo verdadero y lo falso, esa especie de limbo que frustraría la Redención de Cristo haciendo retroceder al género humano a la situación del tiempo en que el Divino Maestro aún no había venido. […]
En cuanto sacramento, el matrimonio representa y realiza la indisoluble unión de Cristo con la Iglesia, y esta significación mixta produce la perennidad inviolable del vínculo, según la doctrina de Ef. 5, 32. Pero también desvestido de la sacramentalidad (como es in puris naturalibus) el matrimonio es intrínsecamente indisoluble, y su reducción a comunión temporal es un corolario de la mentalidad moderna que eleva al sujeto por encima de la ley y le convierte en autolegislador independiente. Este concepto permite identificar al divorcio con la libertad de matrimonio. El matrimonio ya no es un objeto que debe quererse con su propia estructura, sino que resulta enteramente construído por la voluntad subjetiva, y así se alinea con todas las libertades reivindicadas por el hombre. Si el eje de la vida moral se coloca en el sujeto más que en el objeto, entonces no hay obligación, sino autoobligación disoluble.
(Continuará)
Centrémonos hoy en una serie de frases espigadas sobre el capítulo que dedica al divorcio. Decía San Agustín que “a fuerza de verlo todo acaba uno por acostumbrarse a todo”. Hoy día el divorcio es una costumbre tan implantada que apenas se cuestiona su naturaleza y licitud. Sí se habla, y mucho, de sus consecuencias. La incongruencia de la sociedad arreligiosa en que vivimos es tal que, por parafrasear a Don Juan Donoso Cortés, “levanta altares a las causas y cadalsos a las consecuencias”. Se bendice el divorcio por parte de una sociedad que ha perdido ya cualquier sentido del derecho natural y luego se lamentan las consecuencias, terribles –especialmente para los hijos- que el divorcio acarrea.
Dejemos que sea Romano Amerio quien explique con pluma más autorizada la verdadera dimensión del divorcio:
“[…] La enemistad del Estado moderno hacia la Iglesia no había llegado jamás a la impugnación del derecho natural, cuyo principal custodio es la Iglesia.
[…] El estupor ante tal innovación disminuye si se consideran las declaraciones de algunos Padres del Vaticano II en favor de la disolubilidad del vínculo. Eran obispos de la Iglesia Oriental, sujetos al influjo de la disciplina matrimonial de la Iglesia ortodoxa. Ésta admite el divorcio en diversos casos, entre los cuales está la culpa del cónyuge que conspira contra el Estado. El Card. Charles Journet dejó bien claro en la CXXXIX sesión del Concilio (OR, 1 de octubre de 1965) de qué manera esta disposición indulgente de la Iglesia ortodoxa depende históricamente de su servidumbre política respecto al Imperio bizantino y al Imperio zarista. La intervención era una respuesta a las sugerencias de Mons. Elia Zoghbi, vicario patriarcal de los Melquitas en Egipto, para que se disolviese el vínculo entre el cónyuge injustamente abandonado y el cónyuge culpable. Habiendo provocado esta sugerencia un desmesurado alboroto en la asamblea y en la prensa, el prelado consideró su deber declarar en una posterior intervención en el Concilio que proponiendo esa dispensa él no pretendía derogar completamente el principio de la indisolubilidad (OR, 5-6 octubre 1965). Pero la réplica es obvia: no basta mantener verbalmente una cosa, si después se pretende hacerla coexistir intacta con otra cosa que la destruye.
[…] El abandono de la doctrina no es obviamente profesado como tal, sino propuesto como una variación de la disciplina y no del dogma, y como una solución pastoral. […] Pero después, con la sofística propia de los innovadores, se viene a decir: ‘En la Iglesia católica se encuentran casos de una injusticia verdaderamente sublevante, que condena a seres humanos cuya vocación es vivir en el estado común del matrimonio y a quienes se les impide (sin que haya falta por su parte y sin que puedan, humanamente hablando, soportar durante toda su vida ese estado anormal)’.
A los argumentos del Patriarca se opone la perpetua tradición de la Iglesia, y desde un punto de vista teórico toda la dogmática católica. No nos extenderemos sobre el método bustrofédico propio de los innovadores, que caminan en un sentido concediendo vocalmente la indisolubilidad, para después volverse en seguida en sentido opuesto afirmando la disolubilidad, como si pudiesen coexistir los contradictorios. […] Se rechaza implícitamente la diferencia entre sufrimiento e injusticia, alegando que el cónyuge inocente padece por culpa de la Iglesia un dolor injusto. Aquí resulta implicada toda la teodicea, aparte de la doctrina católica del dolor.
La injusticia es evidente por parte del cónyuge que ha roto la comunión, pero el Patriarca considera que existe también injusticia por parte de la Iglesia; Ésta, por no mantenerse menos fiel al principio evangélico que al derecho natural, no se arroga la capacidad de evitar ese dolor. Ella castiga al cónyuge culpable de la injusticia, privándole por ejemplo de la Eucaristía e infligiéndole otras disminuciones de sus derechos, pero no hace prevalecer jamás el bien eudemonológico sobre el bien moral y la ley. Más bien la base del cristianismo es la idea del Justo sufriente, y la religión no promete la exención del dolor terrenal, sino del dolor en la otra vida: introduce al dolor en un orden integrado por la vida presente y por la futura, en una visión esencialmente sobrenatural. La posición del Patriarca es naturalista. Según la fe, Dios no conduce las cosas del mundo de modo que los buenos obtengan el bien mundano en el mundo, sino de modo que obtengan al final todo bien de quien es Todo-el-Bien.
La Iglesia no tiene por fin peculiar la supresión del dolor. […] Los hombres deben trabajar para evitar y sancionar la injusticia, pero todos están expuestos a ella independientemente de su estado moral. Los hombres sufren porque son hombres, no porque sean personalmente malvados. No entro en el discurso teológico que demuestra que todo mal humano depende del pecado original. La religión no se escandaliza por el sufrimiento del justo y no ve en ello una injusticia; lo contempla dentro del orden total del destino y asociado siempre a un sentimiento prevalente de alegría que proviene de la esperanza de la inmortalidad feliz: ‘feliciter infelices’, según la fórmula de San Agustín con resonancia de textos paulinos. Sin embargo el mencionado patriarca considera que el dolor es una injusticia, en vez de experiencia de la virtud, participación con Cristo, y purificación y expiación por los pecados propios y ajenos; y además traslada la responsabilidad de la injusticia desde el culpable hasta la Iglesia inocente.
La teoría matrimonial de Maximos IV pone en cuestión la teodicea misma de la religión católica, según la cual en cualquier situación en la que se encuentre el cristiano en el mundo, ni la injusticia de los hombres ni el dolor inferido por la naturaleza pueden jamás perjudicar a su salvación eterna y al cumplimiento del fin para el que ha sido creado. Esta difícil verdad está fundada inmediatamente sobre la trascendencia del fin y sobre la inconmensurabilidad del mal eudemonológico (el dolor) respecto al bien moral (la virtud), aparte de sobre la inconmensurabilidad de los padecimientos terrenales respecto a la recompensa del más allá. Son célebres los pasajes de San Pablo: ‘non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam’ (Rom. 8, 18) y ‘quod in praesenti est momentaneum et leve tribulationis nostrae supra modum in sublimitate aeternum gloriae pondus operatur in nobis’ (II Cor. 4, 17). Es en realidad el contrapeso que hace el infinito a toda cantidad finita. El Patriarca hace en cosas de fe un discurso puramente humano (humanamente hablando), descuidando el dogma de la Gracia, según el cual es posible apud Deum lo que es imposible apud hominis, como enseña Cristo en Mat. 19, 10 y 26, precisamente in re conjugali. […]
La reserva expresada con la fórmula humanamente hablando es una invención de los Iluministas, que fingían corregir sus afirmaciones contrarias a la religión alegando hablar sólo humanamente. Pero la distinción planteada por el Patriarca es vana y nula. Quien cree en una religion sobrenatural no puede hablar jamás solo humanamente; o, si se quiere, puede hablar así, pero hipotéticamente, no téticamente: ad personam, no ad rem. No hay tres tipos de sentimientos: los justos, los injustos, y los humanos; y no hay tres tipos de juicios: los verdaderos, los falsos, y los humanos. Esta tercera categoría tiene gran importancia en el habla coloquial, pero carece de consistencia. Todo sentimiento es justo o injusto, y todo juicio es verdadero o falso. Todo el pensar y todo el querer humanamente se reduce por necesidad a una o a otra de estas clases. Finalmente, la posición de Maximos IV da origen a un humanismo incompatible con la doctrina católica. La religión no conoce término medio entre lo verdadero y lo falso, esa especie de limbo que frustraría la Redención de Cristo haciendo retroceder al género humano a la situación del tiempo en que el Divino Maestro aún no había venido. […]
En cuanto sacramento, el matrimonio representa y realiza la indisoluble unión de Cristo con la Iglesia, y esta significación mixta produce la perennidad inviolable del vínculo, según la doctrina de Ef. 5, 32. Pero también desvestido de la sacramentalidad (como es in puris naturalibus) el matrimonio es intrínsecamente indisoluble, y su reducción a comunión temporal es un corolario de la mentalidad moderna que eleva al sujeto por encima de la ley y le convierte en autolegislador independiente. Este concepto permite identificar al divorcio con la libertad de matrimonio. El matrimonio ya no es un objeto que debe quererse con su propia estructura, sino que resulta enteramente construído por la voluntad subjetiva, y así se alinea con todas las libertades reivindicadas por el hombre. Si el eje de la vida moral se coloca en el sujeto más que en el objeto, entonces no hay obligación, sino autoobligación disoluble.
(Continuará)
Rafael Castela Santos
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