Las nobles piedras de Salamanca cantan la leyenda áurea de San Juan de Sahagún. El comparte, juntamente con Santa Teresa, el patronazgo de la ciudad. Las calles de Tentenecio, Traviesa, Pozo Amarillo, Padilleras, plaza de la Concordia multiplican su recuerdo de taumaturgo y pacificador de las discordias de otros tiempos. Fueron sus padres dos próceres leoneses, don Juan González del Castrillo y doña Sancha Martínez, cuyo seno, estéril durante mucho tiempo, floreció en hermosura y olor de santidad. Después de una novena de preces, ayunos y limosnas Santa María de la Puente les hizo el regalo deseado. Juan nació probablemente en el año 1430 o 1431, estando ausente del hogar su padre en la guerra de Juan II contra les moros. El niño fue educado por los monjes benedictinos del pueblo nativo, Sahagún. Como se le vio inclinado a los estudios eclesiásticos, nadie contrarió su vocación. Muy joven recibió la tonsura y estudió artes y teología, favoreciéndose de las rentas de un beneficio que cobraba su padre, aunque pronto, por delicadeza de conciencia, renunció a él. Por sus buenas prendas puso los ojos en él el obispo de Burgos, Alonso de Cartagena, que le tomó para su familiar y camarero. El mismo le ordenó de sacerdote y le hizo canónigo de la catedral. Pero ni el canonicato ni otros beneficios le dieron el sosiego que andaba buscando para vivir más unido a Dios. Renunció, pues, a todo, dejando el palacio episcopal, y tomó cura de almas en la parroquia de Santa Gadea, o Santa Águeda, famosa en nuestra historia medieval por los juramentos de los nobles. Allí el Cid Campeador tomó juramento al rey Alfonso VI de no haber tomado parte en la muerte de Sancho, su hermano y predecesor.
El estudio, el ministerio de la predicación, las atenciones pastorales, el socorro de los pobres, dieron buena ocupación al nuevo párroco. Pero pronto un viento extraño le empujó de allí, como a un pájaro que no encuentra su nido. Y a Salamanca le guió la Providencia para ser allí su predicador de la paz y taumaturgo. Sin duda la causa de su traslado fueron los estudios. Probablemente tenía entonces unos veintisiete años de edad. El antiguo canónigo de Burgos se hizo pobre estudiante de cánones. Mas pronto le dio a conocer el resplandor de su buena estrella.
Al año siguiente de llegar allí fue invitado a predicar en la fiesta de San Sebastián, patrono del famoso colegio de San Bartolomé, y agradó tanto su panegírico que le hicieron ingresar en él como capellán interno. Todavía una estatua del frontispicio recuerda al antiguo y glorioso capellán. En aquel colegio, fundado a principios del siglo XV para estudiantes pobres y virtuosos por don Diego de Anaya, obispo de Salamanca, quince colegiales y dos capellanes, vestidos de manto y beca, con certificado de limpieza de sangre, vivían sometidos a una rígida disciplina. Por los muchos personajes que salieron del colegio para las letras, la Iglesia y los altos puestos de la nación, se divulgó la frase: “Todo el mundo está lleno de bartolómicos”. Juan de Sahagún levantó a mucha honra el grupo. En el Memorial antiguo del colegio, contra costumbre, se estampa este elogio en su favor: "Este es aquel verdadero israelita en quien no se halló engaño, y que por su bondad y honestidad de vida y por la entereza de sus costumbres fue nombrado capellán de adentro".
A los recuerdos del colegio va unido el emblema del ciprés luminoso, porque un día de trabajo y fatiga, recogida ya la comunidad para el descanso de la noche, vínosele a la memoria que le faltaba por rezar una parte del oficio divino, y lleno de sobresalto, tomando el breviario a toda prisa, se disponía a salir de la habitación en busca de luz cuando comenzó a entrar en su habitación un chorro luminoso de claridad, que, filtrándose por el ramaje del ciprés del claustro, le llenó de alegría el alma y la celda para cantar sin molestar a nadie las divinas alabanzas. Aquel ciprés, perpetuado en relieves y pinturas, fue tenido en mucho respeto y de él se tomaron astillas para hacer imágenes del Santo, Unos tres o cuatro años duró la permanencia de Juan en el colegio, dedicándose al estudio, a la cura de almas y predicación de la divina palabra. Alojóse después en casa de un virtuoso sacerdote llamado Pedro Sánchez, dedicándose de lleno a la predicación. Iba con sencillo traje de clérigo, de color pardo durante la semana y de azul celeste en los días de fiesta. Fue entonces como el predicador oficial de Salamanca, y vivió sostenido por la caridad pública. Una penosísima dolencia y difícil operación de la que salió bien dieron el último rumbo a su espíritu.
A este episodio alude con estas palabras, que refiere el padre Antolínez: “Lo que pasó aquella noche entre Dios y mi alma Él sólo lo sabe; y luego, a la mañana, fuíme a San Agustín (a lo que creo), alumbrado por el Espíritu Santo, y recibí este hábito”.
Lucía entonces en Salamanca como un foco de sabiduría y santidad el convento de San Agustín, y allí, el 18 de junio de 1463, vistió el hábito el bachiller fray Juan de Sahagún. Con sus treinta y tres años de edad, mezclado entre compañeros oscuros y jovencitos, púsose bajo la dirección del padre Juan de Arenas, maestro de novicios, celebrado por su virtud, grande espíritu y penitencia. El nuevo novicio abrazó con alegría los oficios humildes en que se ejercitaban los aspirantes a la perfección religiosa. Al antiguo canónigo de Burgos y predicador de Salamanca le tocó hacer de refitolero, cuidando de la limpieza de las escudillas y de los vasos. Servía el vino a la comunidad, e hizo famosa la cuba de San Juan de Sahagún, que después de dos siglos todavía se guardaba con veneración en el convento, según el testimonio del padre Vidal, por haber multiplicado milagrosamente el vino. El día 28 de agosto, fiesta de San Agustín, de 1464 rubricó el acta de su profesión, afiliándose a la Orden agustiniana.
Siempre fray Juan se mostró como un religioso observante, modelo de virtudes, afable con todos, devotísimo del Santísimo Sacramento y amigo del coro y de la oración. “Estaba en el coro como un ángel”, dice un biógrafo suyo. Fue hombre de mucha paz y de equilibrio interior. Amaba el estudio, sobre todo el de la Sagrada Escritura, algunos de cuyos pasajes apuntó y comentó de su puño y letra,
Aunque amigo del retiro, un suceso trágico le sacó a la calle.
Dos nobles caballeros, de la familia de los Manzanos, dieron muerte, y a uno alevosamente, a dos hijos de una viuda principal, llamada doña María de Monroy. Los asesinos huyeron a Portugal pero María –llamada la Brava-, disfrazándose de varón y sirviéndose de espías, descubrió su paradero y allí los buscó y mató y, cortándoles las cabezas, las trajo a Salamanca y las puso en la iglesia sobre el sepulcro de sus dos hijos. Al fin se amansó y lavó con lágrimas de arrepentimiento su venganza. Pero la consecuencia de aquel suceso fue la división de Salamanca en dos bandos guerreros. Los apellidos de los Manzanos y Monroyes se hicieron bandera de discordia y turbulencia.
Todo es armas, todo espantos,
afrentas, voces, injurias,
venganzas, asombros, furias,
heridas, muertes y llantos.
Dice un poeta describiendo aquella situación.
En el convento de San Agustín se comentaban con pena los sucesos de la ciudad, abrasada de odios. Sobre todo a fray Juan le daban pena tantos pecados, tanto desorden y miseria pública. Había que purificar la ciudad con lágrimas, oraciones, penitencias y palabras de fuego. Y se decidió a levantar la voz y dar la batalla del amor, lanzándose a la calle a predicar la paz. Como predicador era ameno, dulce y persuasivo. “Vamos a oír al fraile gracioso”, decían las gentes embelesadas. Pero sabía también sacar los registros pavorosos de la elocuencia. Arrullaba y tronaba a la vez. Y comenzó su apostolado pacífico predicando en las iglesias y en las calles. Se metía por las casas, hablaba a las personas de más influencia, amenazaba a los más turbulentos, cantaba la bienaventuranza de la paz y de los pacíficos. A voces todo el día gastaba en su trabajo, sin acordarse de volver a casa a tomar los alimentos.
Era una misión peligrosa y dura, en que tuvo que oír muchos insultos y palabrotas sucias y padecer persecución por la verdad. Dos atrevidos mozos, instigados por uno de los más turbulentos caballeros de la ciudad, quisieron una vez apalearle, pero, llegada la hora, se quedaron con las manos yertas y alzadas, temblando de pavor.
A la postre, fray Juan cosechó el fruto de su siembra, mereciendo la bienaventuranza de los hombres pacíficos. En 1476 los dos bandos contrarios con juramento se perdonaron y abrazaron en testimonio de concordia. Unos veintidós apellidos ilustres –los Maldonados, Anayas, Acebedos, Nietos, Arias, Enríquez, etc.- firmaron un documento público, “deseando el bien e paz e sosiego de esta ciudad, e por quitar escándalos, ruidos e peleas e otros males e daños dentre nosotros, e por nos ayudar a fazer buenas obras unos a otros, queremos y prometemos de ser todos de una parentela e verdadera amistad e conformidad e unión”. Todavía la Casa y la plaza de la Concordia de Salamanca recuerdan este hecho social importante, en que tuvo tanta parte el humilde fraile agustino.
Fray Juan fue un predicador libérrimo y sincero, perseguido por la verdad y la justicia. En un sermón predicado en Alba de Tormes habló con tanto rigor contra los señores que tenían vasallos, que sus palabras se tomaron como una descortesía contra los nobles. Pero el valiente fraile respondió a las quejas del duque: “Sepa vuestra señoría que al predicador conviene hablar la verdad y morir por ella, e reprender los vicios y ensalzar las virtudes”. Por la misma libertad evangélica fue arrojado de la villa de Ledesma, donde cantó verdades muy claras a los nobles que maltrataban a los colonos y dependientes. Afrontó también serenamente los agravios y maledicencia de las mujeres elegantes, por haber reprendido su liviandad en el vestir.
Aunque la Orden le ocupó en algunos cargos como el de prior y consejero provincial varias veces, no por eso dejó sus obras de celo y misericordia. Los huérfanos, los enfermos de las casas y hospitales, las viudas le tuvieron por su bienhechor. Miró con particular lástima a las mujeres extraviadas, y con sus sermones en la iglesia de San Lázaro logró el cambio de muchas, a las que recogió y mantuvo con sus socorros hasta conseguirles un estado decoroso, porque para él la pureza de las costumbres era la sal de las ciudades.
Los milagros dieron auge a su autoridad y fuerza a su palabra.
Libró de la peste a su pueblo y curó a muchos enfermos. Todavía una lápida e inscripción de la calle llamada del Pozo Amarillo recuerda un famoso milagro con que salvó la vida a un niño que en él se cayó. La madre comenzó con gritos a pedir socorro, sin que nadie la oyera, cuando se presentó el bendito fraile. La llevó al brocal del pozo y sin titubear fray Juan alargó la correa hacia lo hondo de él, y al punto el agua subió, trayendo en la superficie al niño, el cual, asido de la correa, salió libre y sano. Arremolinóse la gente gritando: “¡Milagro, milagro!”, y el buen fraile, para huir de las aclamaciones de la multitud, echó a correr hacia la inmediata plaza de la Verdura y, tomando allí una banasta de pescado que estaba vacía, se la puso en la cabeza en la forma que acostumbran los muchachos para jugar al toro, y, corriendo, comenzó a gritar: “¡Al loco, al loco!” Toda la chiquillería se fue detrás de él con grande algazara y diversión. Así el milagro acabó en una fiesta y algarabía increíble.
Fray Juan no se hizo viejo, pues el 11 de junio de 1479, a los cuarenta y nueve años, murió en el convento de San Agustín, sospechándose que acabó sus días envenenado. Una despechada mujer a la que privó de la compañía de su amante, traído a buen camino con una plática que pronunció el año 1479 en la iglesia de San Blas, juró venganza contra él. “Yo haré que no acabes el año”, dijo la irritada hembra. Y así fue que murió secándose todo, con señales que todos afirmaron que le habían dado veneno con que muriese.
Premió su muerte el Señor con la pena y el regocijo general de Salamanca, enviando una copiosa lluvia a los campos, después de muchas rogativas a las que se había asociado el bendito enfermo. Fue sepultado debajo del coro del convento de San Agustín, y pronto su sepulcro fue centro de devoción y de milagros. “Después de la muerte de este Santo religioso excede de doscientos el número de los milagros que fueron vistos ante su sepulcro”, dice el Beato Alonso de Orozco, testigo de algunos. Fue beatificado en 1601 por Clemente VIII y canonizado el 15 de julio de 1691 por Inocencio XII, con grandes festejos cívicos y religiosos en Salamanca y otras partes. La misma ciudad costeó en 1692 una urna de plata primorosamente cincelada para guardar los restos del Santo, los cuales, después de varias translaciones, se colocaron en el año 1835 en la catedral, donde se veneran todavía en el altar mayor al lado del Evangelio, así como en el lado de la Epístola otra urna similar contiene algunas reliquias de Santo Tomás de Villanueva.
Salamanca honra a San Juan de Sahagún por su Patrón especial y la España eucarística le cuenta entre sus extáticos adoradores del Divino Sacramento. Su lentitud en la celebración de la misa se debía a sus visiones. Dios le hablaba y se le manifestaba en la Santa Hostia. Por eso fue tan extremadamente celoso de la pureza interior. Antes de celebrar solía confesarse siempre, aunque algunos sacerdotes le acusaron de ello; pero él se mantuvo en su costumbre, porque admiraba, adoraba y amaba el candor de la Hostia santa, de la Hostia pura, de la Hostia inmaculada de nuestros altares.
Victorino Capánaga, ORSA
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