A partir de ahora vamos contaremos en A Casa de Sarto con algunos textos del Padre José María Mestre, un Sacerdote tradicionalista ahora profesor en un Seminario hispanoamericano. En breve publicaremos un excelente artículo suyo sobre la Esjatología, ampliamente inspirado en los escritos de los Padres Emmanuel y Leonardo Castellani, y que resume muchos de los puntos por ellos recogidos.
Antes de esto publicamos un extracto de la carta que me remitió el 23 de Diciembre, víspera de Navidad, que es una reflexión ponderada acerca de cómo nos debemos conducir como católicos en estas fechas. Navidad que propiamente empieza el 24 pero que se continua hasta el día 6 de Enero, Epifanía, Festividad de los Reyes Magos donde estos tres hombres sabios adoran a Jesús ya como Rey y Señor.
Quiero aprovechar la presente para desear de todo corazón una muy Feliz Navidad a todos nuestros amigos y lectores sin excepción, pero muy en particular a Jacobo San Miguel, quien atraviesa un delicado momento de salud. Es mi deseo que el Niño Dios nazca en el corazón de los hombres y en el seno de nuestras sociedades, otrora católicas, pero ahora olvidadas de Cristo. Que la Virgen María derrame sus bendiciones maternales sobre todos nosotros en estos momentos que celebramos el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y que la bimilenaria Fe de Cristo vuelva a inflamar a las Patrias portuguesa y española, y todas las Patrias hijas de ambas en América, África y Asia, del sentido misionero y evangelizador que es el que nos da nuestro ser.
Un cordial saludo en el Inmaculado Corazón de María y el Sagrado Corazón de Jesús para todos los que nos visitan en A Casa de Sarto, una humilde mansión donde queremos que también nazca Dios un poco todas las semanas del año,
Rafael Castela Santos
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Ante todo, pues, lo tendré presente, a usted y toda su familia, en esta fiesta de Navidad, pidiendo por sus intenciones. Espero que pueda usted dedicarse un tanto a celebrar como Dios manda este misterio increíble, del Dios que se hace hombre por nosotros, pobres pecadores, para redimirnos y salvarnos del tristísimo estado en que nos dejó el pecado original.
¡Qué pena nos tiene que dar en estos días que se haya logrado difuminar totalmente, en todas partes, el sentido religioso de la Navidad! Se silencia olímpicamente que la Navidad es el Nacimiento del Hijo de Dios, del Creador, de nuestro Redentor, y se logra hacerlo de la manera más astuta y maliciosa: inundando todo con propagandas de regalos, de compras, de grandes almacenes; poniendo por todas partes el papá Noël consumista de los protestantes; explicando de mil maneras el «sentido de la Navidad», qué son las compras, el champán, la comida en familia, los regalos... ¿Y Nuestro Señor? ¡Ah!, pero ¿existió? Por eso, nosotros no podemos olvidar esta importantísima fiesta, y dejar de celebrarla cumplidamente por lo que es, por lo que vale: por ser el aniversario de nuestra Redención, de la hora feliz en que, después de más de cuatro mil años de espera impotente, de gemidos de liberación, de sufrimientos y de pecados, nos llega por fin el Salvador prometido. ¡Por fin! ¡¡Ya era hora!! ¡¡¡Bendito sea Dios y su Santísima Madre!!! ¿Qué sería de nosotros sin esa Navidad?
Dejemos que el mundo se afane por lo suyo; dejemos que Herodes se turbe; dejemos que en Jerusalén nadie se dé cuenta de nada, que cada cual esté en sus negocios, en sus placeres, en sus caprichos. Nosotros hagamos como María y José: toda nuestra atención esté puesta en ese Niño que ha de nacer, y ha de cambiar tan profundamente nuestra historia por su nacimiento. Hagamos como los pastores, que dejan todas las ovejas en el campo y corren a lo único importante: ver con los propios ojos al Salvador recién nacido, a quien encuentran... ¿en un palacio, rodeado de guardas, cuidado ricamente? No: en un pesebre, envuelto en pañales... Hagamos como los Magos, que se separan de todo, se van de su corte real, y todo lo sacrifican en aras de un Niño, al que deben buscar en Occidente, en la dirección de Jerusalén... Nadie les hace caso, pero ¿qué les importa? Ellos siguen su estrella, esa estrella que los conduce a Belén, y en Belén, a la casa en que encuentran a un Niño junto a su Madre y a San José, y sin embargo adoran en El a Dios, ofreciéndole incienso, reconocen en El al Rey del universo, ofrendándole oro, y confiesan su naturaleza mortal y pasible, presentándole mirra...
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Ante todo, pues, lo tendré presente, a usted y toda su familia, en esta fiesta de Navidad, pidiendo por sus intenciones. Espero que pueda usted dedicarse un tanto a celebrar como Dios manda este misterio increíble, del Dios que se hace hombre por nosotros, pobres pecadores, para redimirnos y salvarnos del tristísimo estado en que nos dejó el pecado original.
¡Qué pena nos tiene que dar en estos días que se haya logrado difuminar totalmente, en todas partes, el sentido religioso de la Navidad! Se silencia olímpicamente que la Navidad es el Nacimiento del Hijo de Dios, del Creador, de nuestro Redentor, y se logra hacerlo de la manera más astuta y maliciosa: inundando todo con propagandas de regalos, de compras, de grandes almacenes; poniendo por todas partes el papá Noël consumista de los protestantes; explicando de mil maneras el «sentido de la Navidad», qué son las compras, el champán, la comida en familia, los regalos... ¿Y Nuestro Señor? ¡Ah!, pero ¿existió? Por eso, nosotros no podemos olvidar esta importantísima fiesta, y dejar de celebrarla cumplidamente por lo que es, por lo que vale: por ser el aniversario de nuestra Redención, de la hora feliz en que, después de más de cuatro mil años de espera impotente, de gemidos de liberación, de sufrimientos y de pecados, nos llega por fin el Salvador prometido. ¡Por fin! ¡¡Ya era hora!! ¡¡¡Bendito sea Dios y su Santísima Madre!!! ¿Qué sería de nosotros sin esa Navidad?
Dejemos que el mundo se afane por lo suyo; dejemos que Herodes se turbe; dejemos que en Jerusalén nadie se dé cuenta de nada, que cada cual esté en sus negocios, en sus placeres, en sus caprichos. Nosotros hagamos como María y José: toda nuestra atención esté puesta en ese Niño que ha de nacer, y ha de cambiar tan profundamente nuestra historia por su nacimiento. Hagamos como los pastores, que dejan todas las ovejas en el campo y corren a lo único importante: ver con los propios ojos al Salvador recién nacido, a quien encuentran... ¿en un palacio, rodeado de guardas, cuidado ricamente? No: en un pesebre, envuelto en pañales... Hagamos como los Magos, que se separan de todo, se van de su corte real, y todo lo sacrifican en aras de un Niño, al que deben buscar en Occidente, en la dirección de Jerusalén... Nadie les hace caso, pero ¿qué les importa? Ellos siguen su estrella, esa estrella que los conduce a Belén, y en Belén, a la casa en que encuentran a un Niño junto a su Madre y a San José, y sin embargo adoran en El a Dios, ofreciéndole incienso, reconocen en El al Rey del universo, ofrendándole oro, y confiesan su naturaleza mortal y pasible, presentándole mirra...
J.M. Mestre, Pbro
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