“Los nacionalistas y sus aliados de las extremas izquierdas se hicieron dueños de la ciudad, aunque resistieron con heroísmo los cuarteles de Loyola y el hotel María Cristina, convertido éste en reducto de los leales a España. […] Había comenzado, asimismo, la caza del hombre. Pradera permanecía impávido. Pensaron los suyos salir de la ciudad, pero las zonas agrarias y marineras resultaban más peligrosas que la urbe donostiarra. No se le ocurrió al tribuno pedir asía una representación diplomática extranjera. Se avino, tras largas discusiones, a trasladarse a un hotel modesto domiciliado en la calle de Urbieta.
En el trayecto al hotel no se ocultó Pradera. El fondista, que le conoció, fue sincero:
—No puedo recibirles a ustedes. Estoy obligado a dar cuenta de todas las personas que vengan a hospedarse.
El gran lógico respondió:
—Pues dígalo usted, a ver si es posible que nos quedemos.
—Pero, ¡señor Pradera, usted es muy conocido!
El fondista, tembloroso, porque vivía en la calle y conocía las cotidianas tragedias, llamó telefónicamente a un centro sindical. Es probable que se dirigiese a la U. G. T.
—Me dicen –explicó a Pradera– que puedo recibirles a ustedes. Y me han encargado que le diga a usted que no es conveniente que se deje ver por las calles.
Estaban reunidos en la fonda de la calle de Urbieta el tribuno y su esposa, con doña María Victoria Pradera de García-Lomas y sus hijos, alguno acabado de nacer.
Estaba Pradera animoso y sereno, mas comprendía que el problema militar y político, que entrañaban el antagonismo de dos Ejércitos y la hostilidad de dos Gobiernos, no podría resolverse con rapidez. Los hechos confirmaban su presunción de propia muerte violenta.
—¿Sabes, María –dijo a su esposa– que no sería ocioso ahora confesarnos? Habría que encontrar a un sacerdote...
Por un criado de la fonda, conocedor del sitio en que se ocultaba don Santiago Reca, coadjutor de la iglesia del Buen Pastor, hoy convertida en catedral donostiarra, se mandó aviso al sacerdote. Acudió éste al hospedaje vestido como un campesino y confesó a los esposos.
Era la una de la tarde del 2 de agosto. Víctor Pradera meditaba en su habitación y sintió los pasos recios de varias personas que se detuvieron ante la puerta, golpeada con violencia. Llegaban cuatro milicianos; de ellos, dos ostentaban el brazalete nacionalista, con los tres colores de la bandera inventada por los «jelkides».
—Víctor Pradera, tienes que venir con nosotros.
—No tienen ustedes derecho a detenerme. Soy miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales, y sólo con autorización expresa de ese organismo puedo ser detenido.
—Si no hay orden de Madrid –contestó uno de los milicianos nacionalistas–, la hay de San Sebastián. Aquí mandamos nosotros. Y si quiere usted convencerse, llame por teléfono.
—Pues llamaré ahora mismo.
Impasible, marcó un número, que probablemente era el del Gobierno civil.
—Aquí, habla Víctor Pradera, del Tribunal de Garantías Constitucionales. Vienen a detenerme y saben ustedes que tengo inmunidad.
Escuchó unos segundos y adujo, con un rictus de soberano desdén, que recuerdan la condesa de Pradera, su hija, María Victoria y su hija política Carmen Gortázar, las cuales acudieron al penetrar los milicianos en la habitación de don Víctor:
—¡Ah! Bien. De modo que no obedecen ustedes a ley alguna...
Y sin aguardar respuesta, se dirigió a los milicianos.
—Cuando ustedes quieran...
Tales eran su voz y su ademán, que sobrecogieron a la familia. La esposa protestó con energía.
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde han sido mandados para detener a este señor? No tienen derecho...
El jefe de los milicianos repuso:
—Pertenecemos a la Comisión de Orden Público, de la que es presidente Telesforo Monzón...
Este nacionalista vasco, de origenes aragonés y antiguos fervores monárquicos y upetistas, habíase encargado de la Comisión de Orden Público, creada al comenzar el Movimiento Nacional por la Junta de Defensa de Guipúzcoa, en la que se reunían nacionalistas vascos, republicanos, comunistas y socialistas. Constituido el Gobierno de Euzkadi –7 de octubre 1936–, Telesforo Monzón ocupó asimismo el Ministerio de la Gobernación.
Pradera fue llevado en automóvil al Gobierno civil, y tras él, desolada, fue doña Carmen Gortázar, que previno por teléfono a su esposo. Asumía autoridad en el Gobierno civil un nacionalista llamado Juan Careaga –condiscípulo de Javier Pradera en la Universidad de Deusto–, y a él acudió, infructuosamente y con valentía cierta, la hija política del tribuno.
Al ingresar en la cárcel de Ondarreta, siniestro edificio que estaba enclavado al pie del monte Igueldo, en un lugar risueño, enriquecido y adornado por la adhesión de muchos castellanos a Donostia, los cuales convirtieron los arenales y prados primitivos en una diminuta y encantadora ciudad, el alma de Víctor Pradera se dirigió por el camino de la beatitud. Las celdas estaban ocupadas exclusivamente por detenidos políticos y militares. Se hablaban en Ondarreta los generales Muslera y Baselga, delegados por don Emilio Mola; el escritor don Honorio Maura Gamazo, el ex ministro conservador don Leopoldo Matos, don José María de Urquijo, falangistas y tradicionalistas.
Si el alma se encaminaba hacia la perfección, conmovida por la inminencia de la muerte, no podía desinteresarse del destino de la Patria. Dios y la Patria fueron los móviles absolutos de la existencia praderiana. Tenía fe en la redención nacional, y la angustia que le causaba el porvenir de los suyos se aliviaba al intuir que el hijo pequeño, Juan José, debía de hallarse en las filas de la lealtad. Adquirió Pradera las semanas de su cautiverio una traza apostólica de la que han hablado, con ternura y admiración, los presos supervivientes. Uno de los detenidos, don José María de Urquijo, escribió el testimonio de aquella convivencia dramática, y el documento llegó a través de muchas vicisitudes al archivo histórico de la Guerra de Liberación.
—Nada, importa la suerte que nos toque –decía Pradera– si la Patria se salva.
Diez días después de llegar a Ondarreta, sus brazos se abrían para recibir a su hijo Javier. La fidelidad del hijo a las ideas del progenitor era conocida en San Sebastián, pero Javier Pradera carecía de vocación política activa. Le habían detenido siete días después de la prisión de su padre, y le trasladaron a una «checa» roja, cuyo nombre inspiraba terror. Le dejaron rápidamente en libertad.
Antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas, el diputado nacionalista por Navarra, Manuel Irujo, daba orden expresa de que se detuviera a Javier Pradera. Los encargados de realizar la detención fueron milicianos nacionalistas.
El gobierno de la prisión lo desempeñaba un nacionalista de izquierda, asistido por numerosos carceleros que había reclutado entre los partidos que sostenían la guerra. Antes de que amaneciera el 24 de agosto, penetraron en la cárcel grupos de milicianos armados. Cuarenta y ocho horas antes se habían cometido los asesinatos de la Cárcel Modelo de Madrid, donde cayeron Fernando Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda, Melquíades Álvarez, el general Oswaldo Fernando Capaz, José Martínez de Velasco... Los milicianos invasores reclutaron a trece presos: eran, con Víctor y Javier Pradera, los que hemos enumerado anteriormente. Se disponían a ejecutarles en el paseo de los Fueros, junto al río Urumea. Maura y Víctor Pradera pidieron un confesor.
Ante los milicianos, que no podían comprender la admirable fortaleza de aquel sexagenario, fue animando a todos. A Muslera le dijo:
—Mi general, yo no tenía el honor de conocerle a usted, pero Dios quiere que sellemos ahora nuestra amistad para cultivarla en el Cielo.
El general le contestaba:
—¡Muero por Dios y por España, y estimo como un honor altísimo el de morir junto a un hombre como usted!
—¡Vamos a morir todos como cristianos y españoles! Matos, abráceme usted, y a pensar sólo en el Cielo.
Se despedía de todos, abrazándoles, y les dijo:
—Compañeros, ahora vamos a rezar todos el Señor Mío Jesucristo.
—Recemos primero –pidió Honorio Maura–, y en voz alta, el Padrenuestro.
Permanecían los milicianos discutiendo entre ellos y se vio llegar al director de la cárcel, quien volvió a salir rápidamente. «Alguien –escribió don José María de Urquijo– hace sonar un nombre y un apellido y dice a Víctor: «¿Sabe usted, Pradera, quién es el que le ha denunciado y por qué está usted aquí?» Víctor le contestó heroicamente: «No lo sé, ni quiero conocer su nombre. Porque, sin saberlo, le perdono con toda mi alma.»
Ya estaban atados los presos, e inesperadamente penetró en la cárcel la Guardia Civil que tenía a su cargo la custodia exterior. Supieron entonces los condenados que los carceleros habían transmitido la consigna necesaria para que entraran en la prisión a los milicianos, con lo cual éstos pudieron rebasar el cordón de la Guardia Civil. El director de la prisión había sido sorprendido, mas pudo apelar a la Comisaría de Guerra. Intervino ésta porque el precedente de la Cárcel Modelo de Madrid, recientísimo, había causado ya, daño mortal a la causa de los rojo-separatistas; no querían que se repitiera en San Sebastián, aunque continuasen, de otra manera, las ejecuciones.
Fueron desatados los presos, y Pradera dijo sencillamente:
"Casi lamento la vuelta a la celda. Jamás me he sentido tan cerca de Dios".
Dispuso la Comisión de Orden Público, que una parte de los detenidos fuera trasladada al fuerte de Guadalupe. En Ondarreta se vio partir a los trasladados con la certeza de que alcanzarían pronto la libertad por el avance de las fuerzas de España.
Mas el fuerte de Guadalupe, como sucedería con la cárcel de Larrínaga, de Bilbao, y otras prisiones de la villa bilbaína, fue el lugar de martirio de numerosos presos, entre ellos Matos, Maura y Beunza. Cuando los milicianos pasaron a cuchillo a los hombres indefensos detenidos en Guadalupe, gritaban, frenéticos:
—¡Pradera! ¿Dónde está Pradera?
Sonaba el cañón en Irún, y los milicianos se trasladaron a San Sebastián velozmente, de noche, para asaltar la cárcel de Ondarreta. Iban en un camión milicianos de diversas organizaciones y partidos, cuya pluralidad podía distinguirse por los brazaletes e insignias.
Asaltaron la cárcel, y sus primeras reclutas para las ejecuciones fueron Pradera, José María de Urquijo, el conde de Plasencia... Tenían prisa, en la que se mezclaban el miedo y la rabia del vencimiento, por acabar la trágica tarea. En el mismo camión que les había aportado desde Fuenterrabía, llevaron a los presos hasta el cementerio de Polloe, situado en la verde y dulce tierra de las cercanías de San Sebastián. En el camino de Polloe existen casas y talleres de marmolistas dedicados a trabajos funerarios. Cerca de una de esas casas, la del artesano Aguirre, hicieron bajar a las víctimas. Aguirre y los suyos, aterrados, escuchaban los preparativos de la ejecución.
—Sólo se oía a don Víctor Pradera –declararon.
Tenía el tribuno un crucifijo en la mano y decía con voz sonora y firme:
—Os perdono a todos, como Cristo perdonó en la cruz. Este es el Camino, la Verdad y la Vida. Vosotros me matáis y El me hace inmortal; volveos a El y os salvaréis.
Estaban ya los presos alineados y Pradera seguía:
—La única pena que tengo al morir es no ver aún a mi España salvada.
Les apuntaban los fusiles, y sus últimas palabras fueron:
—¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!”
Carlos Guinea Suárez
(RCS)
quinta-feira, outubro 13, 2005
La ejemplar muerte del diputado carlista Víctor Pradera en 1936
Publicada por
Rafael Castela Santos
à(s)
quinta-feira, outubro 13, 2005
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