Uno de los aspectos que más me maravilla de los Estados Unidos es su pésima educación secundaria. Cáncer, por lo demás, que se está extendiendo al College, que en aquellas latitudes confiere un grado inferior a la Licenciatura y requisito previo a la obtención del Master y PhD, estos dos últimos ya ubicados en la Universidad. De igual modo que el Imperio Americano sigue formando excelentes profesionales en prácticamente todas las áreas y la capacidad científica y técnica de los americanos esta fuera de toda duda, tengo mis reservas con respecto a su formación como personas.
En mi último viaje allá tuve bastante contacto con adolescentes norteamericanos. Aparte de lo fragmentario y disperso de su educación me impresionó la flojedad que acusaban en las disciplinas humanísticas. Más aún, en mi interacción con ellos descubrí con horror que su atención es tan corta, ¡y a veces más!, como la de sus contemporáneos españoles, ya de por sí patética. El otro dato preocupante fue constatar su incapacidad para postponer cualquier tipo de gratificación. La cultura del “I want it, and I want it right here and right now” permea todo.
Se supone que la educación es, a decir de Aristóteles, la forja de la virtud por encima de todo. Carentes –ignorantes más bien- de virtud, debilitados por el pansexualismo rampante, incapaces de contenerse y azuzados por una publicidad omnipresente se convierten en presa fácil del consumismo. Es más, la educación hoy día es el triunfo de las perversas ideas de John Dewey: educación para la ingeniería social cuya traducción más evidente es la de educar para consumir compulsivamente. Añádase a esto que el crédito, introducido a edades tempranísimas en las vidas de los jóvenes useños, permite el cumplimiento de ese sueño de permanente compraventa. Una vez que los norteamericanos muerden el polvo de sus apetitos y concupiscencias materiales y que se echan la soga al cuello del crédito su nivel de libertad decrece rápidamente. En medio del espejismo de bienestar del consumismo feroz la prueba de la pauperización de la sociedad norteamericana es que cada vez menos americanos poseen más patrimonio. Exactamente concordante con la definición de proletario propuesta por Hilaire Belloc: el que no puede crear patrimonio por sí mismo.
Frente a esta educación dispersa e incoherente la Iglesia Católica ha ofrecido siempre su milenaria receta del Trivium y el Quadrivium. En el Trivium la progresión coherente que parte de la gramática como comprensión de la propia lengua, se continua por la lógica que permite la elevación de la potencia racional al más excelso plano de la mente, y se corona por la retórica en su búsqueda de la belleza y de la comunicación reflejan un orden y una armonía que tienen que ver con el Cielo versus la cacofonía de la dispersa y fragmentaria educación moderna. Frente a esas llamadas al mundo y a la carne, a la que la juventud es tan dada, la Iglesia ha propuesto siempre las virtudes de la pobreza y la pureza, sabiamente aderezadas por la prudencia.
El error está en confundir educación con conocimiento, en vez de sabiduría. “Wisdom, and not knowledge”, exclamaba el poeta angloamericano TS Eliot en Four Quartets. El error está en proponer la capacitación técnica por encima de la virtud. El error está en el mayúsculo desprecio no ya de la Teología Católica, en la que hasta un agnóstico socialista francés como Jaurres quiso educar a sus hijas, sino en el desprecio olímpico de 2500 años de filosofía, especialmente la griega y medieval, que la Iglesia Católica –muy helenizada- siempre ha defendido con rigor y con pasión.
El hombre nuevo generado por semejante concepción educativa moderna es una piltrafa de persona, pero pertenece al género manipulable y moldeable: el sueño del político tiránico y manipulador.
La resistencia hoy día al mal, al poder estatal y plutócrata, a la inopia y a la vida materialista, crapulosa y disipada está en ser morigerado y practicar todas las virtudes que en el mundo han sido. Está en añadir antídotos a la pésima formación en las escuelas españolas o americanas, o cualesquiera otras que no den la talla. Está en educarnos y educar en clave clásica. Por cultivar lo griego, lo romano y lo cristiano, verdaderos pilares de nuestra civilización. Y por transmitir la pasión por las humanidades, con amor a la verdad –que no puede ser sino solo una-, con amor a la sabiduría, con amor a Cristo.
Rafael Castela Santos
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