Eduardo Arroyo, a quien leo siempre con fruición, es de los pocos comentaristas verdaderamente anti-sistema que hay en España. Cabal y sensato y profundo como pocos, su artículo publicado en El Semanal Digital el 5 de Junio pasado y titulado “el fin de un mundo” así lo prueba. Discrepo con otras tesis de Eduardo Arroyo, como su visión de una política exterior española alineada con Berlín y París, pero el motivo de este post no es discutir de política exterior a ras de suelo, sino de metapolítica a vista de águila y de una sana política realista.
En el caso de “el fin de un mundo” creo que da de lleno en la diana. Mientras nuestros políticos se pierden en discusiones estúpidas sobre el sexo de los ángeles, en gastos suntuosos, en justificar sus prebendas, en no hacer nada, en entorpecer la normal marcha de instituciones y cuerpos intermedios, en meterse donde nadie les llama y la sociedad es capaz de hacer por sí misma las cosas, en destrozar cualquier pieza de sensatez y derecho natural que quede todavía en el entramado de nuestras vidas, en espiarnos sin nuestro permiso, en engañarnos, en mentirnos deliberada y sistemáticamente, en gaymonios y demás demonios … Mientras tanto los problemas fundamentales de la política no se acometen. Entre estos últimos figuran la descomposición moral de nuestras sociedades, la inmigración incontrolada, la caída demográfica, el desastre educativo, la globalización y los temas que verdaderamente son nucleares para el bien común de nuestras sociedades.
Arroyo apunta bien a la naturaleza de este neocapitalismo amoral, así definido por Croce, que instiga para crear dos clases: una élite poderosa y riquísima y una gran masa de esclavos. Y subraya el autor que solamente el retorno de los principios cristianos y la práctica de la virtud pueden regenerar este estado de cosas terminal que padecemos.
Queden pues con unos párrafos de Eduardo Arroyo:
«Dijo en cierta ocasión Alexander Soljenitzin que las convulsiones de la sociedad occidental eran tales que se había tornado "metaestable" y que debía descomponerse. Los metafísicos de todas las épocas advierten que la renovación de lo decadente sólo es posible tras la descomposición final. Hoy, esta descomposición tiene lugar en elementos clave de la vida humana –no solo de esta sociedad, sino de cualquiera- que se ven transformados en objetos de política partidista, permanentemente cuestionados. Gracias a ello, su defensa o su ataque se hacen igualmente respetables, en el esquema de relativismo rampante disfrazado de democracia.
La increíble cortedad mental de la clase política de Occidente, con sus más y sus menos, hace que todo esto pase desapercibido. Por ejemplo, nadie parece enterarse de que ninguna sociedad puede subsistir con un tanto por ciento creciente de población alógena en su seno, aunque ello resulte muy beneficioso para las elites neoliberales que pretenden doblegar a la clase trabajadora autóctona. Asimismo tampoco puede subsistir equiparando la familia tradicional, capaz de engendrar hijos, con la asociación sentimental de individuos del mismo sexo cuya identidad biológica y psicológica no está demasiado de acuerdo.
Similares ejemplos pueden aducirse en relación con otros ámbitos de la vida: nadie puede proyectar la precariedad laboral que tanto gusta a la explotación liberal-capitalista, ni tampoco se conoce en los anales de la civilización universal un solo ejemplo de una sociedad que haya subsistido a medio, incluso a corto plazo, sin moral, tal y como le gustaría, como es el caso, a los defensores del aborto o a los miembros de un cierto partido holandés que defiende la pedofilia con impunidad absoluta. Porque al fin y al cabo, si existen los medios para que las cosas sean de otra manera y no lo son, entonces toda esta zozobra que inquieta a amplias capas de la población, tiene que tener su origen en un problema moral.
Nuestra sociedad considera como única moral aceptable precisamente el que no existan absolutos morales. Esto toma forma política divinizando la "democracia", un mero procedimiento formal de elección de dirigentes, y como consecuencia, la misma democracia se instrumentaliza para dar legitimidad electoral a opciones sociales y políticas que son totalmente deletéreas para el conjunto de la comunidad.
¿Qué hacer? Solamente el espíritu tiene la fuerza y la capacidad para regenerar algo que muere. Los que no crean esto, quieran o no, se verán abocados poco a poco a colaborar con las fuerzas que dicen "no" a la vida de nuestras sociedades. De la clase política no conviene esperar mucho: unos están demasiado comprometidos con intereses de partido o de tipo ideológico, otros simplemente carecen de la inteligencia necesaria para calibrar qué está pasando. De nuevo, hay que subrayar que existen cosas que son de una determinada manera, no importa que se crean o no.
En Occidente, la estructura secular que ha mantenido desde siempre el edificio de principios éticos ha sido el cristianismo. Por eso, la corrupción de las instituciones cristianas o el simple compromiso de éstas con el enemigo, sea cual sea la concesión, es una grave desgracia para todos. Tienen la ventaja, sin embargo, de que los fundamentos cristianos últimos se encuentran en un lugar al que no puede alcanzar ni la podredumbre de los políticos ni los sofismas de los doctrinarios. Y por eso mismo puede decirse, desde el centro de un mundo que se acaba, que el mal no prevalecerá.»
Eduardo Arroyo
(RCS)
domingo, novembro 26, 2006
El fin de un mundo
Publicada por
Rafael Castela Santos
à(s)
domingo, novembro 26, 2006
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