sábado, maio 12, 2007

Carta a mi hija

Con permiso de Alameda Digital, en cuyo número 7 publiqué esto mismo en portugués, saco aquí ahora en castellano el mismo texto. Incluso Tony, de The Muniment Room, ha amenazado con vertir al inglés este texto.
Quiero dar las gracias públicamente a todas las bitácoras que han enlazado y reproducido el original en portugués de la Carta a minha filha: Da Europa à Anti-Europa, como a los no pocos lectores que se han puesto en contacto conmigo para darme sus comentarios y opiniones sobre este artículo mío que bien sabe Dios escribí con el corazón en la mano. Me sorprende la buena acogida que ha tenido este artículo y agradezco a todos, incluyendo al director de esta casa, JSarto, sus elogiosas palabras.

Carta a mi hija: De Europa a la Anti-Europa

Querida hija:

Te escribo porque eres verdaderamente europea. Porque fuiste concebida en Portugal, en Fátima, porque por tus venas corre sangre española, francesa y alemana. Porque te criaste en el Reino Unido. Porque hablas varios idiomas y, encima, ya sabes ya algunas cosas en Latín. Y porque en ti tu padre, que te ama profundamente, ve reflejada una cierta idea carolingia que me llena de saudade. Y, sobre todo, porque eres católica, que es la Fe verdadera: “Unique et Vraie”, como te hago repetir a menudo, petite chouanne. Porque la única manera de ser europeo de verdad es ser católico. Los que no lo son y aquellos que combaten nuestra Santa Religión son destructores de Europa, lo sepan o no lo sepan.
Hace unos dos mil años un pueblo noble, los romanos, conquistaban Europa. Eran excelentes en ingeniería civil y en arte militar. Acuérdate de los puentes y acueductos que hemos visto en España y de las calzadas y ruinas romanas que hemos visitado en Cirencester, en Metz, en Salamanca, en Mérida o en Evora. Aparte de esto, hija mía, nos dejaron las leyes, el Derecho Romano, un monumento impresionante. En él, mi amada hija, seguimos inspirándonos. Ya te lo explicaré un día, pero todo esto tiene que ver con eso que papá te dice de ser justo, como cuando te digo que tenemos que ser justos con nuestros vecinos o tienes que ser justa con las otras niñas de la escuela.
Ya sabes cómo papá te repite que en esa piel de toro de España y Portugal lo romano quedó más y mejor determinado que en el resto del Imperio. Somos más romanos que los otros romanos, si podemos decir. ¿Ves este amor reverencial que tengo a tus abuelos, que son mis padres? ¿Ves que lo primero que hago cuando te llevo a mi Lusitania interior es ir al cementerio? Esto, cariño mío, son cosas de nuestra Santa Religión, pero también cosas de los romanos. Cuando sea viejito quiero que me tengas la misma reverencia que tengo a tus abuelos y cuando me muera quiero que reces por mí, como yo hago por todos nuestros muertos. No te pido esto tanto por mí, como por ti, para que sepas dónde están tus raíces. Y porque al honrar a tus padres y a tus ancestros honras a tu Patria, tesoro mío.
Siempre te digo, hija mía, que pienses las cosas, que razones. Porque de todas las potencies de tu alma la razón es lo más importante. Pero eso, hija mía, nos lo enseñaron los griegos. Y los romanos, al crecer e invadir otras tierras, como no eran tontos, se dieron cuenta de que los griegos eran muy listos y muy cabales. Fue así cómo los romanos se empaparon de los griegos. ¿Te acuerdas de aquel hombre que supo morir con serenidad que se llamaba Sócrates? ¿Y de aquel otro que era el cerebro más privilegiado de la Antigüedad, Aristóteles, del que ya te he hablado? Pues mira, estos eran griegos. Algún día, hija mía –Dios lo quiera-, los leeremos juntos y hablaremos de ellos.
Pero a todo aquello le faltaba vida. Había demasiada muerte, demasiada crueldad. Había esclavitud. Pero, sobre todo, había oscuridad. Y había todo esto porque nuestros primeros padres, Adán y Eva, pecaron. Había que restaurar a esa raza humana, pero sólo un Dios podía tapar la ofensa que nosotros, los humanos, habíamos hecho a todo un Dios. De entre un pueblo elegido por Dios, los judíos, sangre que también corre por tus venas, nació el Mesías, el Redentor: Nuestro Señor Jesucristo. Pero Israel, llamada a ser la luz del mundo, rechazó al Hijo más Sublime de la raza escogida y su mensaje se vino a Roma, a los gentiles.
Sobre esa obligación asumida de amar a Dios sobre todas los hombres construyeron durante cientos de años la civilización más grande por todos conocida: la civilización cristiana. Fíjate, hija mía, esas Catedrales y esos castillos que hemos visto juntos, todos siempre con centro en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Fíjate cuántas cosas bonitas y preciosas se hicieron. Ese Santo al que siempre rezamos, Santo Tomás de Aquino, escribió una obra señera. Un poeta genial, el Dante, escribió la Divina Comedia. Recuerdo, hija mía, como uno de los mejores momentos de mi vida cuando me sentaba al lado de tu cuna y te miraba dormir mientras releía la Divina Comedia. La Virgen, amor mío, extendía su manto azul y protector sobre aquella civilización.
Pero los hombres decayeron y Europa, la Cristiandad, dejó de ser Cristiandad. Empezó la Anti-Europa, la Anticristiandad. Igual que en la época de Moisés cuando bajó del Sinaí y se encontró al pueblo elegido adorando el becerro de oro, empezó a prosperar la idea de que el dinero y el comercio era lo más importante. Ya no había caballeros protegiendo a las doncellas en los castillos, como en los cuentos que te leo, y los reyes y poderosos explotaban a los pobres y desvalidos en vez de defenderlos, como es su deber.
La gente empezó a pensar cosas raras, hija mía. Vaciaban las palabras de significado y se entregaron a cosas feas. Hasta entonces el centro de todo era Dios, Jesucristo. Empezaron a poner al hombre en el centro de las cosas, a Dios ya no le daban importancia. Vinieron hombres nefastos, como Lutero, que partieron a Europa en dos. ¿Te has dado cuenta, cariño mío, cómo en nuestra querida Alsacia los pueblos luteranos son más limpios por fuera pero luego son más feos que los católicos?
Luego vinieron cosas terribles, como lo que ocurrió en esa otra patria tuya de Francia, donde unos miserables revolucionarios construyeron un mundo de odio a Dios y a la Santa Iglesia Católica. Ya la Anti-Europa, la Anticristiandad, mostraba su verdadera faz. ¿Entiendes ahora, hija mía, por qué me enfado, y hasta grito, cada vez que paseamos por Francia y vemos estatuas elevadas a gentes como Eckermann, Kléber o Napoleón, todos ellos asesinos de la peor especie?
Pero, mira, en todos los países hubo resistencia. Resistimos en La Vandée, en Francia, como yo quiero que tú resistas, petite chouanne. Resistimos en España, con los héroes carlistas, hasta la última Cruzada de 1936. En las otras Españas, que también son Europa, también sufrimos mucho, como por ejemplo los federales argentinos, quienes plantaron cara a los salvajes e inmundos unitarios, o más tarde los mártires cristeros en las tierras de la Virgen de Guadalupe. También plantamos cara en Portugal a esos republicanos, masones y liberales. En Italia hicimos lo que pudimos contra los garibaldinos y carbonarios, auténticos orcos salidos del Infierno …
Mientras tanto en Rusia se iba incubando algo que acabará por ser como Saurón. A Europa se le quitó el poder y poco a poco se le da al Asia, a China y Rusia. El comunismo, la penúltima herejía, pero la más maléfica hasta ahora, triunfa en estos países. Algún día, cuando sigamos el Mensaje de Fátima, Rusia volverá a la Fe y a la Iglesia. Ese día Europa volverá a resucitar.
Eso que ahora llaman Europa, la Unión Europea, no son más que pasos hacia ese hombre de perdición, el Anticristo. No creas en ellos, tesoro mío.
Papá no está bien de salud, hija mía. Quizás yo no lo vea. Pero te lo he transmitido lo mejor que he podido y sabido. Europa es la Cristiandad, no otra cosa. Lo que no sea Cristiandad no es Europa; es de hecho la Anti-Europa. Practica la virtud. Lucha por esto, hija mía, aunque te vaya la vida en ello. Transmíteselo a tus hijos, a mis nietos y, si te metes monja –cosa que me encantaría- díselo a los hijos espirituales que tengas, porque te llamarán Madre.
Y combate el fariseísmo, que es el cáncer que corroe al espíritu.
Ten esperanza, cariño mío. Pasamos por malos tiempos, pero la victoria es de Cristo y de nadie más. Europa volverá a ser Europa. La Cristiandad retornará y habrá un grito de felicidad como jamás lo conocieron los siglos y habrá paz en Cristo. Eso que ya te he enseñado a decir en Latín: Pax Christi.
¡Ah! Una cosa más se me olvidaba: ¡No comas tanto chocolate!
Te quiere muchísimo, con toda su alma y todo su ser, tu padre, quien te bendice en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,

Rafael Castela Santos

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