A leitura da história de perseverança exemplar do Padre Paul Lourdelet, sacerdote diocesano francês que, nos quase
setenta anos decorridos desde a sua ordenação, jamais celebrou outra Missa que
não a de rito latino-gregoriano, trouxe-me à memória o belíssimo texto do grande escritor
católico argentino Hugo Wast, extraído do seu livro “Navega hacia alta mar”,
que abaixo transcrevo.
***
Todo sacerdote joven me parece un buque que parte por primera vez hacia
alta mar.
Todo sacerdote viejo me parece un buque que va llegando al puerto.
Me he cruzado en el mar, en uno de los siete mares del mundo, con dos
buques, uno viejo y otro nuevo.
No sé por qué razones siempre que veo un buque viejo me pongo a
imaginar las aventuras, los peligros, las tormentas que ha pasado; y delante de
uno nuevo, todo lo que le aguarda.
Me he cruzado con dos, el uno viejo y el otro nuevo.
El viejo iba llegando al puerto, con su casco despintado, sus velas en
jirones, sus masteleros en astillas, pero con su proa tajante y su timón
obediente y firme, de modo que se mantenía en la buena ruta.
El otro recién botado al agua, navegaba hacia alta mar, relumbrante,
con su arboladura nueva, sus cuerdas blancas, sus velas sonoras y al viento,
que le daba en el costado. El agua hervía en espuma, bajo su quilla que abría
un profundo surco en las olas.
Todo le sonreía, el sol, el cielo, la brisa, que cantaba en sus
obenques, las ligeras nubes que le daban sombra, los delfines que danzaban a su
alrededor y las gaviotas que se posaban en sus jarcias. Y él avanzaba libre y
ufano, hacia los misterios del primero de los siete mares, seguro de sus lonas,
de sus maderas y de sus forros de cobre y de su timón nuevo.
Y yo rogué por él, que antes de llegar al puerto tenía que humillar la
soberbia en el Atlántico, cerrar los ojos y oídos a los espejismos y a los
cantos de las sirenas en el Mediterráneo; dominar la ira en el Rojo;
sobreponerse a la gula en el Índico; desafiar los tifones de la envidia en el
Mar de la China; despreciar las mordeduras de la avaricia en el Pacífico;
luchar contra el frío del alma en el Ártico; y vencer la pereza en el Mar de
Sargazos, que más que un mar es la plaga de todos los mares.
Cuando veo un sacerdote viejo, deslucido en su traje y en su palabra,
distraído como quien tiene el corazón en otra parte, sordo a los rumores de la
tierra y atento a las voces que le hablan en sueños como a Samuel, pienso que
invita a cantar un Te Deum, porque es un navío que ha pasado ya las tormentas
de los siete mares.
Cuando veo uno joven, que emprende su periplo, impaciente de surcar los
océanos, con demasiada confianza en la altura de sus mástiles y en lo pulido de
sus cascos y en la gallardía de sus lonas; que mira poco el cielo para orientar
su rumbo y mucho las máquinas que fabrican los hombres, tengo miedo por él.
Y más si es artista; y mucho más si es elocuente; y muchísimo más si es
ingenuo y ama el ruido, y cree que le falta tiempo y puede dejar hoy esta
rúbrica, mañana este rezo, después esta meditación, ser impuntual en la hora de
su Misa; ser distraído en su breviario.
¡Ay! ¡Cuántos mares y cuántos escollos delante de su proa y qué lejos
el puerto!
Llegará, sin duda, si deja de mirar la brújula de los hombres y levanta
el corazón hasta la Estrella de la Mañana.
Llamamos
así a la Virgen, pero es también una de las más preciosas advocaciones de
Jesús, que dice de Sí Mismo en el último capítulo del Apocalipsis: “Yo Soy
Jesús, la espléndida y luminosa Estrella de la Mañana”.
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