«Los espíritus enceguecidos por la dinámica del siglo y por los slogans ideológicos publicitados internacionalmente, pueden consolarse mediante la creencia obtusa y confortable de que un mejor ajuste de los controles nacionales o internacionales bastará para que la técnica, que es instrumento de servidumbre; se transforme en factor de liberación personal y social. A la conciencia cristiana no le está permitido consolarse tan rápidamente y a tan bajo costo.
No se trata ya de un desajuste momentáneo de las sociedades actuales, ni de fallas en la administración de los bienes, ni de otras causas análogas. Lo que está en juego es muy otra cosa; es todo un concepto de la civilización, una doctrina del hombre y de la vida, un “sentido de las cosas” que se ha ido elaborando en el Occidente cristiano a lo largo de los últimos cinco siglos. Esta visión del mundo se ha ido formulando en el descuido primero, luego en la desconfianza y por último, en el desprecio sistemático del Evangelio y de los valores cristianos de vida.
La llamada “civilización moderna” no se ha construido en conformidad al Evangelio sino contra él. Sin negar las adquisiciones y méritos parciales en lo científico y técnico, la Iglesia ha sostenido siempre, sub specie aeternitatis, que el mundo moderno no es cristiano sino anticristiano. La disyuntiva es total y no admite posturas intermedias: o bien la civilización se edifica en el respeto de los derechos de Dios y del hombre, o, por el contrario, se edifica en la negación de tales derechos. La primera es la civilización del Orden Natural y Cristiano, la segunda es la de la Revolución Anticristiana: “Quien no está conmigo, está contra mi; quien no recoge conmigo, desparrama”. Tal es el juicio de Nuestro Señor, tal es el único criterio auténticamente cristiano. Toda tentativa de reconciliación del mundo moderno con la Iglesia que no se funde en una verdadera conversión a la Iglesia, está condenada de antemano y no servirá sino para “hacer el juego” del adversario.
Pese al juicio unánime del Magisterio sobre el carácter inhumano de la cultura moderna, diversos grupos de clérigos y laicos han cedido –sobre todo desde principios del siglo pasado- a la terna tentación del compromiso fácil con el mundo, no ya en lo que éste tiene de valores positivos (actitud legítima) sino también en aquellos otros aspectos y valores anticristianos (actitud ilegítima), que hacen a la esencia del mundo moderno tal como históricamente ha ido evolucionando hasta hoy. La actitud de esos grupos o movimientos fueron –y son- causa de grandes males dentro de la misma Iglesia Católica.
Esto es lo que importa señalar ahora: la quiebra de la unidad, no es –en términos cristianos- sino una crisis de Fe. La razón de ello es simple: la unidad de la iglesia misma es unidad de Fe. Quien no haya comprendido que el fundamento esencial del edificio eclesial reside en la participación en una misma fe, nada podrá comprender de la crisis actual del Cristianismo.»
Carlos Alberto Sacheri. La Iglesia clandestina. Buenos Aires, 1970.
Apostilla:
Este texto se encuentra alojado en la página web de la revista argentina Cabildo. Lo hemos reproducido porque nos parece que a 36 años de su publicación sigue siendo vigente. Empero señalaría dos caveats al mismo.
El primero es su cuando habla de los “valores”. Creo haber expresado ya desde las páginas de esta bitácora que el concepto “valor” se introduce desde la sociología, desde Max Weber. En realidad Weber habla de “das Wert”, pero ese valor es como el valor bursátil, que fluctúa, y como tal lo utiliza el autor de “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Una sana filosofía y una no menos sana espiritualidad querrán volver al concepto más prístino de principio o virtud. En estos últimos cincuenta años la penetración, como sustituto, de valor por virtud o principio ha sido exitosa, pero hemos de combatirla porque la lucha del cristiano es por principios eternos y por la práctica de virtudes inmodificables, no por valores fluctuables (con un poco de mala leche se puede señalar que el éxito del concepto “valor” coincide con la expansión de la herejía modernista).
En segundo lugar es el concepto de los derechos del hombre, de rancio sabor revolucionario. La postura del católico es clara. El hombre, per se, no tiene derechos. Todos los derechos del hombre son derivados de ser él hijo de Dios. Y esos derechos, de los cuales los “derechos del hombre” son una adulteración, tiene poco que ver con la interpretación revolucionaria al respecto. El hombre tiene deberes ineludibles hacia Dios pero no derechos. Aunque en el texto es posible que sea la intención del autor el señalar esta distinción al poner los derechos del hombre al lado de los derechos de Dios merece la pena hacer este comentario.
Finalmente el argumento central del artículo debería ser un aviso para navegantes: la Fe no es una materia de opinión. Claro que existen en el campo teológico extensas áreas donde la opinión fundada no sólo es lícita, sino recomendable, como señalaba Pío XII en Divino Afflante Spiritu. Pero en la fundamentación dogmática no hay opiniones posibles, sino la humildad de aceptar una Fe. Fe por otro lado nada irracional porque si hubiera opiniones equivaldría al delito filosófico (que supondría la voladura de cualquier pensamiento lógico y racional) de poner la Verdad al mismo nivel que el error.
Rafael Castela Santos
quarta-feira, agosto 09, 2006
Crisis de unidad, crisis de Fe
Publicada por
Rafael Castela Santos
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quarta-feira, agosto 09, 2006
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