terça-feira, julho 18, 2006

Aquella primavera del 37 en Salamanca

En Marzo de 1937 los gloriosos “Viriatos”, el cuerpo voluntario expedicionario portugués, ya camino del frente, desfilaban por la inigualable Plaza Mayor de Salamanca, tierra de la Lusitania interior. Por los arcos –diría de triunfo- de la Plaza, en cuyos medallones se resumen muchos episodios de la historia española, pasan un contingente variopinto de fuerzas nacionales, desde tropas del Ejército, pasando por la valiente Legión, los nobles y leales requetés, los aguerridos falangistas, las temibles tropas moras, las jóvenes milicias de Acción Popular o los Viriatos lusos, dignos hijos del indomable caudillo lusitano.
Todos ellos van ya a plantar cara sin ambages a la hidra roja, marxista y materialista. En la sangre virginal derramada por esos jóvenes que van a morir por Dios y por España, por Dios y por la Civilización Cristiana están ya las claves de la Resurrección de España y, con ella, la Resurrección de la Cristiandad. En ellos se anticipa ya la Victoria de 1939, la más grande victoria en los campos de batalla sobre el comunismo jamás lograda.
En esas tropas marciales y ordenadas, alegres y piadosas, se dibuja ya la sonrisa que anticipa una nueva primavera para España y para el mundo. En el viejo solar ibérico, testigo de la expulsión del invasor musulmán que quiso dar al traste con la Cristiandad, se vuelven a enfrentar a cara de perro las dos ciudades de San Agustín: la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo. Porque Cruzada es la Guerra Civil Española: guerra en defensa de España pero, mucho más todavía, una guerra en defensa de la Santa Madre Iglesia y de nuestra Santa Religión.
En aquel entorno churrigueresco de la Plaza, se alzan como vigías las torres y las cruces de las Catedrales y la Clerecía. El “alto soto de torres”, coronadas por la Cruz, que apunta a ese Dios que se hace presente en los Altares de las muchas iglesias salmantinas todos los días. En esa Plaza Mayor, escoltada por el románico de la Iglesia de San Martín y un poco más allá por ese trozo del Nápoles hispánico de la Iglesia de la Purísima, está un poeta y un patriota: José María Pemán.
Y Pemán, estremecido e incapaz de resistir las lágrimas que bañan sus mejillas, se acuerda de ese genio de España, ese defensor de la Hispanidad, ese hombre bueno y humilde, ese converso del liberalismo y de las tentaciones anglicistas, esa pluma que cantó la indisoluble unidad de la religión católica y del ser de España. Hablo, por supuesto, de Ramiro de Maeztu, al que los comunistas y sus tontos útiles ya habían asesinado inicuamente en su apoteosis de odio, terror y tiranía durante los primeros días de la Cruzada. A ellos, al mismo pelotón que lo fusila, Ramiro de Maeztu les dirige sus últimas palabras: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo si sé por qué muero”.
Allí, en esa primavera del 37 en la Plaza Mayor de Salamanca, Pemán no contiene su espíritu. Porque es la España inmortal la que se alza en armas dispuesta a plantar cara al enemigo. Es el León de Judá de la España Eterna que ruge amenazante frente a la Bestia comunista. Y desde el balcón del Ayuntamiento de la Plaza Mayor de Salamanca Pemán no puede por menos de exclamar: “Ramiro de Maeztu, Señor y Capitán de la Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?, ¡para haberte traído de la mano, a las doce del día, bajo el cielo de viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud, tu Verdad hecha ya Vida en la Plaza Mayor de Salamanca!”
Con el marchamo y el voluntario sacrificio de los Viriatos, Portugal –una vez más- ayuda a salvar a España. Con ellos, entre otros, la muerte de un inocente como Maeztu no ha sido en vano. Y la sangre de todos estos mártires anticipa ya el renacimiento católico de España, único en la historia del siglo XX.

Rafael Castela Santos

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