Publicado no jornal madrileno “ABC”, de 28 de Janeiro último, fica abaixo o notabilíssimo artigo sobre El Greco, uma das
referências predilectas deste espaço, de autoria de Juan Manuel de Prada, ele
próprio outra referência d’”A Casa de Sarto”.
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Tiene su
gracia (aunque sea gracia siniestra) que una época tan adversa a todo lo que El
Greco amó y anheló, creyó y celebró en sus cuadros lo conmemore en estos días;
pero es la nuestra una época tan embotada y agónica, tan petulante y ahíta de
pacotillas, que se cree capaz de desentrañar (de vaciar de entrañas y de
sentido) todo lo bueno, bello y hermoso que nos ha legado nuestro pasado; y
también segura de que lo bueno, bello y hermoso, desentrañado de su sentido,
podrá incorporarse al batiburrillo de banalidades con que acuchillamos nuestro
espíritu. Pero la pintura de El Greco es un caballo de Troya demasiado
indigesto, incluso para el cinismo contemporáneo; y, con un poco de suerte,
hasta es posible que estas conmemoraciones del cuarto centenario de la muerte
de El Greco sirvan para enterrar un poco más el cadáver agusanado y fétido de
nuestra época.
Siendo
completamente sinceros, la época que ahora vivimos se inició, precisamente, con
la muerte de El Greco, que fue el último representante de una edad intermedia
situada, como un sol entre precipicios, entre las edades clásica y moderna.
Aunque le tocó vivir en la época de los humanistas que –en términos
apocalípticos– inauguraron la iglesia de Sardes, El Greco fue el postrer (¡y
numantino!) hijo de la iglesia de Tiatira, un fruto gozosamente tardío de
aquellos mil años que se estrenaron primaveralmente con San Agustín y que
habrían de adquirir su más granada sazón con Santo Tomás. El Greco es, en
esencia, un pintor medieval que se rebela contra los oropeles y alharacas
paganas del Renacimiento, contra esa espléndida pompa del humanismo que
escondía entre los repliegues del vestido la peste bubónica de la Reforma y
que, a la postre, iba a envenenar el arte –siempre con la coartada de la
imitación de los maestros– con la hipertrofia de la cáscara y el vaciamiento
del fondo y la sustancia. En medio de un arte complaciente y palaciego, panzón
y sedentario, que encuentra en la cúpula su forma predilecta, El Greco opone su
arte hambriento de Dios, codicioso de Dios, arte magro, espigado y bárbaramente
gótico para los voluptuosos espíritus renacentistas, arte ascensional que mira
siempre al cielo, como una delgada torre vigía que perfora con ojos absortos la
alta noche.
El Greco,
tal vez porque procede del imperio bizantino, es la herencia más pura de la
Edad Media. Más allá de que en su estilo podamos rastrear las influencias de
Ticiano o Miguel Ángel, en los hondones de su personalidad artística El Greco
tiene más que ver con Giotto que con ninguno de sus contemporáneos (con la
única excepción, tal vez, de Tintoretto). Sólo que, mientras Giotto pudo
disfrutar del esplendor de la Cristiandad, El Greco sólo pudo añorarlo,
avizorándolo con los ojos del alma, mientras los ojos de su cuerpo tenían que
posarse, arañados de lágrimas, en un mundo cenagoso que no era el suyo; un
mundo en descomposición que todavía guardaba retazos del mundo antiguo y
matinal que engendró el arte de Giotto, pero que ya se entregaba a la
putrescencia de un mundo nuevo y tenebroso, sin que ni siquiera Felipe II
pudiera hacer nada por evitarlo. La derrota de la Armada Invencible podría ser el
emblema de este gozne entre dos épocas que a El Greco le tocó vivir, náufrago
en un mar de zozobras, más consciente que nadie de que estaba asistiendo al
entierro del mundo que él hubiese deseado. Otro en su lugar se habría declarado
vencido, pero El Greco quiso hacer de su derrota una aventura sublime.
Aquel
griego bizantino, prófugo de Creta por miedo a los turcos, aprendiz de pintor
en Venecia y Roma, aceptó que su mundo había sido enterrado; pero, como era
hombre de fe, sabía que después del entierro viene la resurrección de la carne.
Y así su pintura, enterrada con el mundo que el humanismo había asesinado,
resucitó metamorfoseada en pintura gloriosa que, como los bienaventurados,
viaja hacia una morada superior. Se ha dicho que El Greco es pintor de almas;
pero mucho más exactamente podríamos decir que es pintor de cuerpos gloriosos,
pintor de criaturas liberadas de los cuidados, tentaciones y pecados de nuestra
andadura mortal, traspasadas de luz, porque están –en cada vena y arteria, en
cada víscera secreta, en cada vuelta y revuelta de los intestinos, en cada
célula– llenas de Dios, pletóricas de Dios, diáfanas y dispuestas a penetrar
hasta más allá de las nubes, «perspicuas y perspicaces», según la descripción
que Marsilio Ficino aventurase de los resucitados.
Las figuras
y paisajes que llenan los cuadros de El Greco no están copiados de la
naturaleza, como hacían los pintores coetáneos, sojuzgados por el magisterio de
los clásicos, sino que son destilación del poso que la contemplación de la
naturaleza ha dejado en su alma. De este modo, El Greco logra captar lo que la
mayoría de sus coetáneos, ciegos para la vida del alma, ni siquiera sospechan:
comprende que la naturaleza humana no está limitada a sus formas visibles, y
que la misión del arte no es otra sino restituir al hombre su integridad plena,
rindiendo fe de su unión con lo alto, que sólo se puede ver a través de los
ojos del espíritu. Se libera entonces El Greco de la tiranía limitadora del
dibujo, de la disciplina imitativa de los grandes maestros que en su juventud
veneciana y romana a punto habían estado de desgraciar su genio, y se entrega a
hacer la pintura que irremediablemente estaba llamado a hacer, una pintura que
se nutre del apetito de cielo del alma castellana, al que por aquellos mismos
años daban expresión mística Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
Podría afirmarse que las figuras de los cuadros de El Greco son expresión
pictórica de las mismas ansias de Dios que encontramos en los escritos de Santa
Teresa y San Juan: en esos cuerpos gloriosos que irradian su propia luz, que
manan luz de sí mismos, en sus manos exangües, en sus piernas temblorosas y
blancas como alas de ángeles, hay una vocación ascensional, un parentesco con
la eternidad, una conciencia dolorida de su anterior pertenencia al mundo que
sólo admite una explicación mística. En esos cuerpos gloriosos de El Greco,
desnudos e inocentes como los de nuestros primeros padres antes de comer del
fruto prohibido (o vestidos en vano, pues no hay tela que pueda tapar su carne
refulgente), en esa carne espiritualizada, transubstanciada, eucarística, a la
vez niña y anciana, torturada e incólume, impulsada por una energía cegadora
hacia la casa encendida que es su último destino, está la nostalgia de un
tiempo enterrado que sólo el pincel de El Greco pudo resucitar, como
prefiguración de la gloria parusíaca.
Por eso las
figuras de El Greco se estiran pujantes hacia su destino celeste; por eso
parecen echar a barato el dolor; por eso respiran un aire más alto y más puro
que El Greco pudo llegar a barruntar respirando el aire de Toledo, la ciudad
donde el cielo invita a volar y los relámpagos de las tormentas son desgarrones
teológicos que dejan entrever el rostro terrible y benévolo de Dios. Igual que
ocurre en los cuadros de El Greco.
Juan Manuel
de Prada
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